Este es el resultado del sorteo de un ejemplar en papel de Los Ángeles de La Torre.
Por tanto, la ganadora es Almudena González, de Granada, que participa con el nº 8.
La novela en formato digital, se la lleva, "Desesperada", de México. Es la única participante fuera de España, por tanto no ha hecho falta sorteo.
Felicidades a las dos.
***
Dentro de unos días mi Scriptorium cumple un año. Esta ha sido mi casa de las letras durante todo este tiempo, y he descubierto que disfruto tanto escribiendo entradas en el blog como desarrollando una historia de ficción.
Para celebrar nuestro primer año juntos, he decidido realizar el sorteo de un ejemplar físico de "Los Ángeles de La Torre", para los residentes en España, y dos ejemplares digitales para que los que viven en otros países tengan opción a participar.
Las bases son muy sencillas y solo son necesarios dos requisitos: ser seguidor del blog Scriptorium y dejar un comentario en esta entrada, dejando constancia de que se participa en el sorteo y el lugar de residencia.
A cada comentario se le asignará un número de participación. Fechas: desde hoy, 23 de marzo, hasta el 5 de abril de 2014.
El sorteo se realizará utilizandola aplicación Random.org y el resultado se hará público en el blog el 6 de abril.
Si los ganadores no se ponen en contacto conmigo en los siguientes 3 días al fallo, se realizará un nuevo sorteo.
Mucha suerte. Os dejo con el book trailer de la novela.
Una mañana más me despierto temprano. Ya es de día y el cielo de Madrid, que pocas
veces me sorprende, resplandece de un azul luminoso que promete caricias de sol.
Aprovecho para desayunar antes de que mi pequeño pirata de dos años modifique el
ritmo tranquilo del apartamento. Es once de marzo y me digo que tengo que
felicitar a mi padre por su cumpleaños.
Mientras preparo unas rebanadas de pan con aceite, enciendo
el televisor de la cocina.
La primera imagen consigue impactarme y despejar mi somnolencia; es un chico con
el ojo desfigurado.
Dejo de lado las rebanadas de pan y pongo atención a la
noticia. Parece un accidente..., parece un accidente de tren..., parece un
accidente de tren en Atocha...
Atocha...
La primeras palabras llegan a mi cerebro a medias de
procesar; bombas, tren, Atocha.
Siento un vértigo en el estómago; sé que Luis, mi marido, ha cogido un tren en Atocha a esa hora. También sé que toma siempre la misma línea de tren
que acaba de estallar.
En las noticias se habla de muchos muertos. Con los nervios de punta, busco el teléfono e intento llamarle. Pero es inútil, están colapsados.
La impotencia se vuelve dolorosa. Sin comunicación telefónica es poco lo que puedo hacer, salvo tratar de mantener la calma. Tengo la esperanza de que él se encuentre bien y me llame. La incertidumbre comienza a provocar estragos: ¿Y si no llama? ¿Y si iba en uno de esos vagones? El número de muertos se incrementa drásticamente. Quiero apagar el televisor, pero no puedo. Pienso en lo que debo hacer si no suena el teléfono.
Al fin, una llamada.
La casualidad quiso que ese día Luis acompañara a sus
padres a tomar otro tren que les llevaría a casa después de pasar unos días con
nosotros. Los tres tomaron esa línea en Atocha, pero veinte minutos antes de que todo ocurriera.
Cuando me llama, sus padres permanecen en el tren que les lleva de vuelta a casa. Se ha detenido a los
pocos minutos de partir, y lo están inspeccionando.
Son momentos muy tensos, pensando que más trenes puedan saltar por los aires.
Después llamo a mi madre. Escucho el sonido familiar de su voz y no puedo hablar. Me echo a llorar sin decir una palabra. Fue el peor momento para liberar mi tensión porque le di un susto de muerte.
Cuando logro controlarme, le pregunto si ha visto las
noticias. Me dice que no. Le explico lo que ha pasado, con una congoja como pocas veces he sentido en mi vida.
***
Después vino la psicosis. Volver a subirse a un tren se hizo doloroso y aterrador. No me preocupaba cuando viajaba sola, no sufría por mí,
pero cuando lo hacía con mi hijo no podía evitar volverme paranoica.
Recuerdo el silencio en el tren los días siguientes, las
miradas de desconfianza, de tristeza, de vacío. Tantas personas muertas; niños,
jóvenes, adultos...
Desde entonces, cada once de marzo siento ganas de
llorar al recordarlo.
Pero aquel día de tragedia, en medio de tanto horror, los
españoles demostramos nuestro lado más humano. Las muestras de solidaridad fueron tantas,
los hospitales de campaña se abastecieron de la sangre de personas
desinteresadas que querían colaborar, se repitieron actuaciones heroicas, individuos anónimos arriesgaron sus vidas
entrando a los trenes para rescatar a las víctimas cuando aún no se sabía si
explotaría alguna bomba más.
Somos mejores de lo que creemos, a pesar de que la clase política nos tiente de forma subliminal a enfrentarnos bajo banderas de rancios ideales que solo les importan a ellos, porque ellos fueron los únicos
que se portaron como verdaderas alimañas, utilizando el dolor y la tragedia
para vilipendiarse los unos a los otros.
Atocha se convirtió en un santuario. Era difícil transitar por allí sin que se te encogiera el corazón. Tantas velas, recordatorios, fotografías, cartas...
Mi
nombre es Jonás y vivo en la costa de la Muerte. Hace cuatro años, el día de mi trigésimo tercer
cumpleaños, decidí salir a pescar como tantas veces. Aquella
mañana conduje hasta la playa de Carnota; el sol estaba en lo más alto
y la luz era espléndida para tener buena visibilidad bajo el mar.
Me puse el traje de neopreno con
la pericia que otorgan años de práctica, me ajusté los plomos a la cintura, hinché la
boya y cogí el fusil. Luego caminé hasta la orilla.
Una vez en el agua, me puse las
aletas. Escupí en el interior de las gafas, extendiendo a continuación la
saliva por cada rincón de los cristales; no me gustaba que se empañaran justo
cuando apuntaba a una presa. Até la cuerda de la boya al fusil y me ajusté las gafas.
Me
lancé a nadar siguiendo las rocas de la costa. Mientras notaba el agua
fría penetrando lentamente dentro del traje, iba pensando que al año siguiente
me permitiría unas vacaciones en las Medas. No podría pescar pero las islas
eran un paraíso para hacer submarinismo.
Nadé
cien metros hasta llegar al lugar exacto. La profundidad variaba desde los
cinco hasta los quince metros. Solo una vez había descendido a tanta profundidad, siguiendo a
una enorme lubina, pero el esfuerzo del ascenso, para tomar aire, había sido
tan grande que a partir de ese día no perdía de vista el profundímetro de mi
reloj de pulsera.
Llené
de aire mis pulmones y me sumergí hasta el fondo. Allí permanecí a la espera.
Nada
que mereciera la pena se cruzó en mi campo de visión, así que ascendí y repetí
la operación con idéntico resultado.
Decidí entonces buscar entre las rocas. Un sargo
picudo pasó a pocos metros, ofreciéndome los destellos de sus escamas plateadas. Sin perder un
segundo, apunté con el fusil y esperé a que me diera el costado. Era un
ejemplar grande, al menos de cincuenta centímetros, y pensé que sería un buen
trofeo y una mejor cena. Casi a punto de disparar, el pez sacudió la aleta y
cambió de rumbo.
Maldije mi mala suerte, pero no me di por vencido.
Resolví
seguirlo hasta que volviera a ponerse a tiro; era demasiado grande para dejarlo
escapar. Se escondió entre unas rocas, varios metros más abajo. Descendí hasta ellas y lo sorprendí de frente. Casi podía tocarlo con la
mano, pero a tan corta distancia no podía disparar. Me eché hacia atrás para tomar
distancia y apuntar. Entonces el
pez aprovechó mi maniobra para huir.
Apenas me quedaba aire en los pulmones cuando
noté un fuerte tirón en el fusil. No era posible que hubiera agotado los veinte
metros de cuerda que me unían a la boya. Eché un rápido vistazo al
profundímetro y me quedé horrorizado; había descendido demasiado. Me entró el
pánico, pero logré conservar la calma porque sabía que el miedo era mi peor enemigo.
Solté
el cinturón de plomos y abandoné el fusil. Después nadé en
ascenso, a contrarreloj. Mientras subía a toda prisa solo tenía un
pensamiento: aguantar hasta la superficie. La necesidad de tomar aire era tan
imperiosa que por un momento estuve a punto de aspirar una bocanada de agua. Un
poco más, me decía mientras la claridad sobre mi cabeza se hacía más poderosa.
Un metro más...
Empecé
a tener convulsiones y me di cuenta de que no lo lograría. Estaba tan cerca. El
tiempo se ralentizó y mi mente se nubló por la falta de oxígeno.
Fue
entonces cuando la vi, a pesar del agua turbia que yo mismo había revuelto.
Era
una mujer. Mi mente confusa, al borde de la inconsciencia, la vio con nitidez. Ella me observó durante un segundo con la mirada más triste que había visto jamás. ¿Estaba delirando? ¿Me estaba muriendo? Ayúdame, le imploré con el pensamiento.
Percibí que me empujaban hacia arriba, tan rápido que en un instante mi cabeza
asomó a la superficie. Primero tosí y expulsé el agua que, inevitablemente, me había entrado en los pulmones, después
respiré con urgencia y desesperación.
Cuando
me recuperé, me di cuenta de lo que había sucedido. Busqué a mi salvadora para darle las gracias, pero no la encontré. Sumergí la cabeza y busqué
dentro del agua.
Allí
no había nadie.
Pese al extraño suceso, me repuse pronto y nadé
hasta la boya, tiré de la cuerda y rescaté el fusil.
Cuando
llegué a casa no pude dejar de pensar en lo ocurrido. ¿Habrían sido
imaginaciones mías? ¿Era posible que mi mente se hubiera confundido hasta tal punto? Mientras rememoraba una y otra vez lo que había sucedido, metí el equipo en la bañera y lo aclaré con abundante agua dulce.
Lamentaba haber perdido los plomos, pero no habría logrado el ascenso con esa
carga.
El susto todavía me latía en las venas cuando me acosté.
Traté de
recordar la visión de aquella mujer; en mi cabeza aún permanecía intacta la
imagen de su rostro hermoso enmarcado por una melena oscura que ondeaba en el
mar.
Estaba
tan obsesionado que al día siguiente se lo conté a un amigo. Me
dijo, con media sonrisa, que habría sufrido una narcosis de nitrógeno. Me sorprendió su comentario, y tuve que
jurarle que jamás había pescado con botella. No solo por miedo a la sanción, sino porque no tenía ningún mérito.
—Entonces
te habrá salvado la sirena —me dijo, soltando una carcajada.
Volví
a casa obsesionado con resolver aquel enigma. Mi amigo, entre bromas, me habló de antiguas
leyendas que aseguraban que una sirena habitaba esta costa. Sentí tanta
curiosidad que encendí el ordenador y busqué más información.
Y esto
fue lo que encontré:
«Lúa era una muchacha de familia noble que vivía en la casa señorial que dominaba desde la altura la pequeña aldea de Banzos, en la costa de la Muerte. Desde niña disfrutaba deambulando entre los pescadores del pueblo, le gustaba observar a los hombres descargar el pescado y a las mujeres y los niños mientras disponían los aparejos. Fue así como conoció a Rodrigo, al
que ella llamaba con afecto Roi. Él le enseñó a preparar las nasas y los aparejos, y juntos pasaban las horas muertas observando las mareas y contando las olas. Sus sentimientos fueron creciendo, a la par que ellos, y se enamoraron con la fuerza invulnerable de la adolescencia. Sin embargo, los jóvenes mantuvieron su amor en secreto, pues ambos
sabían que lo suyo era un amor imposible. Pasaron los años y, cansados de
esconderse, confesaron a sus familias su deseo de casarse. El padre de Lúa se
negó a entregar a su única hija a un marinero pobre, y la encerró en sus aposentos para que recapacitara.
Meses después, viendo que la joven
languidecía y enfermaba, el hombre se apiadó y la liberó del cautiverio,
accediendo a que tomara por esposo al joven pescador. Ella recobró pronto las
fuerzas y salió al encuentro de su amor, pero no lo encontró ni en la aldea ni en la playa ni en el puerto. Roi había salido a pescar al amanecer y regresaría con la puesta de sol.
La joven lo esperó en la orilla, hasta que la oscuridad de la noche cubrió de sombras el cielo.
Volvió
al día siguiente, al otro y al otro, y así durante más tiempo del que podía contar.
-Vuelve a casa -le dijeron sus amigos pescadores-. Él no vendrá.
Pero Lúa no se rindió. Cada mañana al amanecer y antes del ocaso recorría los acantilados,
oteando el horizonte en busca de una sencilla lancha de madera que le ofreciera la proa.
Una tarde, el mar embravecido expulsó a tierra los restos de una barca.
Y Lúa comprendió.
Al día siguiente, cerca de la medianoche, se dirigió a
los acantilados por última vez para no regresar jamás.
Desde
entonces, cuentan que Lúa busca a Roi en las profundidades del océano, y en su
vagar incansable ayuda a los marineros en dificultades».
A menudo vuelvo al mismo lugar donde la vi. Ya no busco presas de lomos brillantes. Ahora busco a Lúa con el mismo anhelo que ella busca a su amor perdido. A veces desciendo demasiado y pongo mi vida en peligro. Es en ese estado cercano a la inconsciencia cuando la veo aparecer.