freepic.diller |
Agrupación Artística Gijonesa. En este mismo escenario comenzó a cantar Luz Casal. |
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Agrupación Artística Gijonesa. En este mismo escenario comenzó a cantar Luz Casal. |
Con Francisco Narla y Mirella Patiño durante la presentación de Fierro en 2019 |
Museo Elder |
Vista de la Feria desde el hotel |
Tuve tiempo de recorrer las calles de Las Palmas a solas, en un ejercicio de íntima conexión con los personajes. Borré de un plumazo a los cientos de turistas con los que me cruzaba y volví a instalar el tranvía en Triana, en su camino hacia el Puerto de La Luz. Oí el tino de sus campanas avisando a los carromatos y tartanas que circulaban por la parte más cercana a las aceras. Vi a las mujeres con sus mantos en la cabeza en severo contraste con el atuendo decoroso de alguna miss, una de las tantas que conferían a la ciudad un incipiente aire internacional, con sus vestidos de organdí suizo un poco pasado de moda debido a los estragos de la guerra.
Mi primera parada fue el puerto de La Luz. Yo estaba alojada junto al parque Santa Catalina, frente al muelle que lleva su nombre y desde el que zarpaban barcos como el Valbanera hace cien años.
A falta de tranvía (ya me habría gustado), un taxi me llevó hasta Triana, y allí volví a mirar de frente la capilla de San Telmo, donde se desarrolla una importante escena de la novela. También me planté frente a la casa de Herminia Maldiciones, cruzando la acera en cuya fachada destaca el viejo reloj de la desaparecida joyería de Juan Pflüger.
Antiguos almacenes de la naviera británica Elder Dempster Line donde tuvo lugar la presentación |
Antiguo hotel Monopol, hoy centro comercial |
Vegueta con la catedral al fondo |
Con Laura Torres |
Manuel Vilas |
El Valbanera en el Puerto de Barcelona. Imagen extraída del libro El misterio del Valbanera, de Fernando G. Echegoyen |
Parte de la documentación |
Hacía tiempo que tenía ganas de actualizar la portada de Rebeca, y por fin he sacado tiempo para ponerme a ello. También he aprovechado este momento para repasar el texto y atender una demanda que nació de los comentarios sobre la novela. A lo largo de estos siete años desde su publicación han sido frecuentes los mensajes y comentarios que echaban en falta saber un poco más de los personajes al final de la historia. No soy de prolongar los finales felices más allá de lo necesario, pero, como siempre, cuando son muchos los lectores que ponen el foco en algún detalle, es más que probable que estén en lo cierto.
Es por ello que he escrito un capítulo extra antes del epílogo final, que también ha sido modificado para que los lectores puedan asomarse un poco al futuro de Kenzie y Rebeca y saber cómo les va la vida juntos. Ha sido para mí una experiencia bonita volver a estos personajes que tanto me han dado y que todavía hoy siguen conquistando los corazones de muchos lectores.
Si queréis saber qué fue de ellos al cabo de unos años, esta es vuestra oportunidad.
Va por vosotros.
Los días felices
Rebeca dormitaba apoyada contra la ventanilla del viejo Nissan. La noche había sido larga, como suelen ser las noches de los reencuentros añorados y las reconciliaciones. Mientras el mundo dormía, ellos se habían amado con el ansía de los que temen que se deshaga el hechizo con la llegada del alba. Por eso, al despuntar la mañana, los dos se despertaron sobresaltados y temerosos de que todo hubiera sido un sueño.
Rebeca fue la primera en abrir los ojos. Encontró a Kenzie durmiendo a su lado, boca arriba, con un brazo por encima de la cabeza. Se quedó tan quieta como una escultura viviente y permaneció mirándolo durante minutos, inundada de amor. Su sueño no parecía apacible y su rostro dejaba entrever una congoja involuntaria y rebelde que se había desatado en la inconsciencia y que gobernaba su cuerpo desde el interior.
Le puso una mano sobre el pecho desnudo y notó la agitación de un corazón asustado.
Entonces Kenzie se despertó de repente, abrió los ojos y los clavó en el techo.
–Estoy aquí –le dijo ella con urgencia mientras a él se le escapaba la respiración a borbotones por la boca.
–Creí que lo había soñado… –susurró exhalando un suspiro y atrayéndola hacia sí para abrazarla–. Creí que…
Ella se incorporó un poco y lo silenció con un beso en los labios.
–No pienso dejarte jamás, Kenzie Connor MacLeod, y haré lo que sea para convencerte de ello.
–¿Cómo sabes mi segundo nombre?
–Te lo explicaré mientras me das algo de desayunar, estoy muerta de hambre.
Después de comer algo, él llamó al taller para comunicar que no iría a trabajar esa mañana de sábado. Poco más tarde, llevó a Rebeca a casa de la señora Munro para que recogiera sus cosas y se instalara con él en Croyard road. La mujer se puso tan contenta al verlos juntos que abrazó a Kenzie en cuanto puso un pie dentro de la casa.
–Me alegro por ti, querido mío… –le dijo–. Me alegro mucho por los dos. Por muy vieja que sea, sigo creyendo en el amor, y estoy muy contenta de haber podido ver una vez más este maravilloso milagro de la vida.
Antes de marcharse, Rebeca le dio un abrazo y prometió no regresar a Barcelona sin despedirse de ella.
Aquel sábado de marzo, de nubes y claros que anunciaban una primavera tardía, lo pasaron en casa entre caricias, besos y palabras susurradas al calor de las llamas que flotaban en la hoguera, sobre una manta cálida, hablando sin parar, soltando lágrimas antiguas, deseosos de dejar atrás los años grises en los que vivieron sometidos a una ausencia que les resquebrajó el alma y les impidió disfrutar de las cosas importantes de la vida. Rieron, lloraron, trataron de recomponer los sueños rotos que las circunstancias convirtieron en añicos apenas habían nacido. Lucharon contra el rencor, lucharon contra la rabia y contra el tiempo, escogiendo las palabras precisas para darle a entender al otro que ya nada podría separarlos.
Se atrevieron a hacer planes nuevos partiendo de las cenizas del pasado.
Al día siguiente, Kenzie le pidió que lo acompañara a Skye para almorzar con su familia.
Y en aquellos momentos se encontraban en la carretera, dejando atrás el viejo castillo de Eilean Donan donde Kenzie prometiera verla en sus sueños hasta que regresara, cuando el futuro era de los dos y las promesas tenían todo su significado.
Él no pudo evitar mirarla y estirar una mano para aferrar la de ella, apretándola con fuerza cuando sus ojos se quedaron sin luz, entoldados por los recuerdos.
Rebeca era consciente de que William no la recibiría con los brazos abiertos, y le había manifestado a él ese temor. Pero Kenzie le había contestado que, si su padre había sido capaz de perdonar a su madre y darle una segunda oportunidad, también comprendería su decisión.
–No tengas miedo –le había dicho–, todo saldrá bien. Además, Sophie también estará allí.
Volver a ver a Sophie la llenaba de alegría, aunque de igual modo debía ser prudente con ella y tal vez soportar alguna que otra mirada de reproche. Aceptaba que eso pudiera suceder e iba preparándose por el camino para hacer frente a la situación. Kenzie había hablado con su padre por teléfono antes de que ellos salieran hacia Skye esa mañana, y Rebeca, pese a la conversación en gaélico, había percibido un leve tono airado que evidenciaba una discusión.
No iba a ser fácil. Tendría que convencerlos a ellos también de que esta vez cumpliría su promesa. Porque había madurado, ya no era la muchacha cobarde e influenciable de los primeros años de juventud. Había adquirido el coraje para enfrentarse a quien fuera y donde fuera. Y no había sido fácil, porque ella, al contrario de lo que les sucedía a otras personas, no había nacido con la fuerza interior necesaria para enfrentarse a los suyos. Llegar hasta allí le había costado años de sufrimiento, pero ya nunca permitiría que nadie decidiera por ella.
–¿Qué sientes por tu madre? –se atrevió a preguntar mientras viajaban por la estrecha carretera comarcal.
Kenzie se encogió de hombros.
–Nuestro vínculo se rompió hace muchos años, pero es la esposa de mi padre y sé que nunca dejó de amarla. No voy a juzgar eso, y mantengo con ella una relación correcta.
–¿La quieres?
Sacudió la cabeza antes de responder.
–He tenido muy poco trato con ella, y ahora solo nos vemos algunos domingos para comer. Lo hago por mi padre y por Sophie.
Cuando llegaron a la casa del abuelo Craig MacLeod, William y Elisabeth salieron a recibirlos. El viento era frío y tenaz en aquella tierra, aullaba detrás de las montañas y barría las llanuras, Rebeca lo comprobó una vez más cuando se bajó del Nissan.
Estaba nerviosa. Recordaba la última conversación que había mantenido con William como si hubiera sido la tarde anterior y no hubieran pasado tantos años, y sentía que, en cierta medida, y aunque fuera un hombre al que apenas había conocido, le había fallado. Su decisión de no volver, no solo había afectado a Kenzie, sino también al resto de la familia.
Pensó que Kenzie iría en primer lugar para saludarlos, evitándole a ella una primera confrontación directa, pero, en vez de eso, la sujetó con fuerza de la mano y caminó junto a ella hasta llegar frente a sus padres.
Hubo un silencio mortal en el que Rebeca notó la mirada dura y recriminatoria de William.
–Dadaidh… –comenzó Kenzie, pero Rebeca le puso una mano en el brazo y tomó la palabra.
Si no hablaba en aquel momento, tal vez no pudiera hacerlo nunca.
–Señor…, puedo hacerme una idea de lo que siente al verme. Pero le aseguro que estos años tampoco han sido fáciles para mí. Solo le pido la oportunidad de demostrarle que quiero muchísimo a su hijo y que nunca quise hacerle daño. –Se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo que hacer un esfuerzo para continuar–. Yo le juro que…
–Es suficiente –murmuró Kenzie al darse cuenta de que lo estaba pasando mal. Le apretó los hombros con el brazo y añadió–: No es necesario que sigas.
Rebeca miró a William a través de las lágrimas y lo vio asentir con un gesto de cabeza, un gesto que solicitaba, a su vez, un poco de tiempo para hacerse a la idea.
Y ella estaba dispuesta a dárselo.
Sophie salió de la casa y los miró desde la puerta. Rebeca se fijó en su pelo más corto y en su aspecto menos adolescente y más maduro. Su mirada tampoco era amable, y Rebeca se armó de valor, se apartó de la seguridad confortable que le ofrecía Kenzie y se acercó a ella.
Se miraron un momento; una con dureza, la otra suplicando comprensión.
–No sabes cuántas veces te maldije –soltó Sophie con la boca tensa–. Creo que lo hice tantas veces como mi hermano.
–Esta bien, Sophie, lo entiendo…
–Dicho esto… No sabes cuánto me alegro de que estés aquí…
El rictus severo de la joven se relajó, y sus ojos brillaron antes de lanzarse a abrazarla.
Rebeca soltó alguna lágrima mientras la correspondía apretándola con fuerza en ese abrazo, murmuró un «gracias» estrangulado por la emoción y entonces notó una mano sobre su hombro. Era Elisabeth, que se había acercado a ellas.
–Espero que te gusten los arenques ahumados, querida –le dijo mientras se agarraba a su brazo.
–¿Es cierto que tu hija se llama Sofía? –preguntó Sophie.
Esa misma tarde, antes de regresar a Beauly, Kenzie llevó a Rebeca al bosque donde, años atrás, habían hecho un juramento de amor. Allí visitaron el lugar donde habían sido esparcidas las cenizas del viejo druida hacía cinco años, le presentaron sus respetos y, cogidos de las manos, bajo las ramas desnudas de los árboles, repitieron sus votos de unión.
Kenzie fue el primero en hablar, y lo hizo con la voz tan suave que las palabras apenas le rozaron los labios.
–Rebeca... Juro traer a tu vida la luz del amor y de la dicha. A través de las llamas de la pasión y de las corrientes de agua blanca. Y aún te amaré en los tiempos difíciles, cuando los problemas parezcan inamovibles. Tal como un corazón ata al otro, alma con alma, en cuerpo y en espíritu. Para siempre.
Hacía tanto tiempo que Rebeca esperaba sentirse así, tan viva y llena de ilusión, que la emoción la desbordaba. Quiso enterrar para siempre las noches en las que había llorado y gritado en sueños, los tiempos perdidos en mitad de una tarde en los que imaginó volver a estar en sus brazos, los paseos por la playa con la mirada puesta en el mar, tratando de recordar el color exacto de sus ojos. Quería deshacerse de todo ese dolor antes de decir nada, y solo lo consiguió cuando notó sus manos secándole las lágrimas.
Tuvo que respirar hondo para que le saliera la voz.
–No sé decir cosas tan bonitas como las tuyas –dijo flotando en el azul líquido de sus ojos–, solo puedo pensar que este bosque y este viento y todas las criaturas que habitan en él, son testigos una vez más de mi amor por ti. Ni un solo día dejé de quererte y de añorarte, Kenzie, porque el amor verdadero no se diluye ni se muere con el tiempo, al contrario, crece y crece y se hace invencible y eterno. Ahora lo sé. Lo siento cuando te miró, y lo seguiré sintiendo hasta el final de mi vida.
Él le sonrió.
Después se inclinó para besarla.
Epílogo
Beauly
Diciembre de 2019
La mañana de Nochebuena amaneció con el cielo encapotado y un viento gélido procedente del norte. Rebeca, acompañada de Kenzie, había acudido a la estación de tren de Beauly para recibir a sus padres. Víctor les dio un abrazo nada más bajarse del tren, y Elvira les dio dos besos, suspirando al ver el Nissan de Kenzie aparcado junto al apeadero. Odiaba montarse en aquella camioneta porque siempre tenía que subirse la falda dos palmos para poder dar el salto antes de acomodarse en los asientos. No era esto, sin embargo, lo único que detestaba de sus visitas a Escocia. El clima lluvioso y el frío eran constantes y desalentadores, y le molestaba en la misma medida que las extravagancias de la madre de su yerno. Elisabeth era demasiado liberal para su gusto y nunca se sentía cómoda en medio de sus conversaciones. Por la paz general, había aprendido a morderse la lengua, de igual modo que había aprendido a sobrellevar que su hija viviera en un pueblucho escocés con un mécanico de coches al que le gustaba dar saltos con un tambor y cuidar de un puñado de ovejas.
Nunca lo habría imaginado.
Al menos, durante el invierno, no tenía que verle los horribles tatuajes de los brazos, y eso era un alivio, pues cada vez que había visto al diablo tatuado en su hombro, no había podido evitar sugerirle que debería borrárselo. Kenzie siempre le sonreía, y a continuación le decía de forma muy educada que, si no le gustaban sus tatuajes, tal vez no debería mirarlos.
En cada una de las ocasiones en las que había estado en aquella vieja casa de piedra, mal aislada del frío y cuyas puertas siempre estaban infladas por la humedad, suspiraba por la comodidad del hotel que habían dejado en Inverness y al que regresarían para dormir, ya que la casa de su yerno, aparte de poco efectiva contra los elementos, también era pequeña.
Solo había algo que hacía agradable aquellas visitas: sus dos nietos pequeños. Mirando a través de la ventanilla mientras cruzaban la larga avenida de High Street, se le escapó una sonrisa al pensar en ellos. Tal vez Connor hubiera salido a su padre; eran como dos gotas de agua y con cuatro años ya le gustaba golpear el tambor como un salvaje en ciernes, pero Ellie, a pesar de haber sacado el pelo rojo de su tía y su abuela escocesas, había heredado sus ojos verdes, de eso no le cabía ninguna duda. Si aquel fuese un lugar más agradable, le gustaría mucho pasar más tiempo con ellos, porque temía por encima de todo que el carácter disoluto de Elisabeth ejerciera en sus tiernas personalidades una mala influencia. Los niños siempre necesitaban modelos de convicciones firmes a los que seguir, sobre todo en los primeros años de la infancia, y ella tenía claro que esa mujer no era lo mejor que había dado aquella tierra. Con la vida que había llevado y habiendo abandonado a sus hijos... Ni siquiera podía pensar en ello sin que le ardiera la cara por el bochorno.
Escuchó el parloteó incesante de su marido, que viajaba al lado y les iba poniendo al corriente de la vida en Barcelona. Ella se daba cuenta de que evitaba mencionar de forma consciente las escapadas a la nieve o a la isla de Menorca. Víctor era más comprensivo que ella, y lo hacía porque sabía que la economía familiar de los MacLeod no alcanzaba para esos lujos. Claro que tampoco aceptaban su ayuda. El escocés les había salido orgulloso y había rechazado cualquier tipo de contribución económica. Decía que eran muy felices con lo que tenían, aunque ella sospechaba que su yerno declinaba el ofrecimiento para no sentirse en deuda con nadie. Bien, se decía Elvira, quiere ser libre, aunque eso implique ser más pobre.
Tenía que admitir, sin embargo, que nunca había visto a su hija tan feliz como parecía serlo desde que se había mudado a Escocia. No era la vida que había imaginado para ella, y lo había aceptado a regañadientes y porque no le quedaba más remedio, aunque siempre creyó que eran tan distintos que su relación estaba destinada al fracaso.
Pero se había equivocado.
Se amaban con una obstinación que sorprendía.
Cuando llegaron a Croyard Road, encontraron la casa llena de gente. Elvira se quedó mirando por la ventanilla la estructura de piedra anexa a la casa cerrada con enormes cristales que ampliaba de forma superlativa el servicio de la vivienda.
–¿Habéis hecho obras? –les preguntó.
Rebeca giró la cabeza para contestarle con una sonrisa.
–La hemos reformado entera –respondió con emoción–. Ahora tenemos dos habitaciones más, así que podéis quedaros a dormir si queréis.
–No te preocupes, hija, tenemos el hotel. Además, con tanta gente en casa… –añadió al ver la aglomeración que había en la explanada de gravilla– vas a necesitarlas.
A Víctor se le escapó la risa y Rebeca intercambió una mirada cómplice con su padre.
Elvira se apeó del todoterreno de un salto que le dejó los tacones clavados al suelo, y entre la gente, vio a Ellie debatiéndose en los brazos de la abuela Elisabeth. Cuando esta al fin la dejó en el suelo, salió corriendo hacia ellos con su avanzar patoso de dos años.
–¡Abuela!
Elvira Brañanova se agachó como pudo para recibir en sus brazos a la pequeña, le llenó la cara de besos y le hizo cosquillas.
Cuando Víctor se la arrebató de los brazos, Elvira reparó en que allí estaban ambas familias al completo. Sabía que Sofi había viajado desde Bruselas al principio de las vacaciones escolares, y que Enric y Pablo habían llegado dos días antes que ellos. Pero aquella navidad era distinta a otras, pues parecía que su hija se había empeñado en reunir en su casa a todo el mundo. Vio a Berta, con su marido y los mellizos, y también a Lola. Al parecer, y por lo que le había contado Rebeca, Lola y su antiguo novio escocés habían vuelto a juntarse cuando ella se cansó de trotar por el mundo. Hacía años que no la veía, y se fijó en ella mientras esta mantenía con Berta una animada charla. Lola estaba en avanzado estado de gestación y no dejaba de sonreír y de acariciarse la tripa con las dos manos.
Sacudió la cabeza, pensando en lo distintas que eran las tres y en las vueltas que habían dado sus vidas, y se dijo que, en sus tiempos, las cosas eran más sencillas.
Cuando dejó de divagar, se dio cuenta de que todos estaban entrando en casa. Kenzie llevaba en brazos a la pequeña Ellie, y Rebeca llevaba de la mano a Connor. Detrás de ellos iba la pelirroja Sophie acompañada de un hombre que ella no conocía.
Notó el brazo de Víctor sobre sus hombros.
–¿Entramos o quieres mojarte?
Elvira alzó la mirada al cielo. Ni siquiera se había dado cuenta de que había empezado a llover. Entonces notó que le cogían una mano y agachó la cabeza.
Los ojos de Connor la miraban desde abajo.
–Abuela, ¿quieres ver mi nuevo tambor?
Elvira dejó escapar un hondo suspiro, previendo un inminente dolor de cabeza. Su marido le dio unas palmaditas alentadoras en el hombro y sonrió.
–Claro, hijo, vamos –convino, y de su mano entró en casa.