martes, 20 de junio de 2023

La aventura es un paseo por tu hogar





freepic.diller



¿Os imagináis ir al rastro un domingo y encontraros con una foto enmarcada de vuestra familia entre un montón de cachivaches viejos? Pues eso fue lo que le sucedió a la amiga de una amiga.

Otro día escuché el caso de una persona que, tras fallecer su madre, envió a su casa a una de esas empresas del tipo vaciamos.com para que arrasara con todo. 
Todas aquellas cosas que un día significaron algo para la mujer quedaron repartidas entre el basurero, el rastro y la Fundación Humana.

Durante los días siguientes no pude quitarme el asunto de la cabeza. Me machacaba la culpa de quien guarda todo, de quien encuentra razones sentimentales para conservar cualquier cosa por absurda que parezca. La imagen de mis recuerdos esparcidos en un puesto de mercadillo me provocó verdadero espanto. Y tuve la necesidad de tomar el control. 

En nuestra casa existe una buhardilla, que tiene a su vez un cuartito donde caben todos los trastos del mundo. También es el reducto donde almacenamos recuerdos de hace mil años. Tengo que admitir que la mayoría de las cosas son mías.  L.A. solo guarda su traje de submarinista, que es casi de la época de Cousteu, y poco más, pero yo conservo en el altillo cada porción del pasado, un lugar al que nunca me asomo porque, en lo cotidiano, apenas hay tiempo para la melancolía.
 
Imaginé a mi hijo en el futuro teniendo que hacer frente a semejante cantidad de cosas inservibles, cuyo significado mayormente desconoce, y me dije que era un buen momento para deshacerme de todo. No tiene sentido seguir guardando fotos, diarios, postales, cartas y un sinfín de objetos que nunca me detengo a mirar y que ya no comparto con nadie. Porque nadie va con una caja de recuerdos bajo el brazo. Ahora todo está en el móvil, y lo que no está ahí no existe o no vale la pena traerlo al presente. 

Si se trata de destruir mis cosas, yo mejor que nadie.

«La aventura es un paseo por tu hogar.»
Ahora lo entiendo.

Fue como entrar en una máquina del tiempo. Me enfrente a la mirada que tenía a los dieciocho años, a la edad en la que se sueña a lo grande, cuando se tiene todo por hacer.  Si existiera la magia, me gustaría decirle a mi yo adolescente que, al final, lo de la música no funcionó, y que debería concentrar la energía en otra cosa. 
Me miro a los ojos y veo el extraordinario enigma que representa el futuro. 
Aquellas sensaciones, las de creer que puedes lograr cualquier cosa que te propongas, fueron maravillosas.

Pero pasan los años y de nuestro ser se van desprendiendo trozos de nosotros mismos con los que no sabemos qué hacer. Cada trozo representa un sueño, una ilusión, un amor, una esperanza. También puede ser un amigo, un desengaño, una ausencia, un complejo, una ideología, la fe en las personas o la falta de ella. 

Si pudiéramos vernos los trozos como nos vemos las piernas, nos sorprendería la cantidad de ellos que aún llevamos prendidos al alma.  

Me han dado mucho trabajo las fotografías. Cientos de ellas acumuladas desde que comencé a moverme sola por el mundo.  Nunca sabemos el valor real del instante que vivimos hasta que se convierte en un recuerdo, y un segundo atrapado en nuestra eternidad no puede terminar en un mercadillo de domingo, es lo que me digo mientras destruyo las fotos de menor valor. 

Le llega el turno de limpieza a los apuntes y los libros y me invade aquel sentimiento encandilado de entonces, el de pensar que lo mío era la música, que fuera de ella habitaba una selva extraña y ajena que no comprendía. 


Agrupación Artística Gijonesa. En este mismo escenario comenzó a cantar Luz Casal. 

No considero un error haber luchado por lo que amaba. En aquel momento lo necesitaba para ser feliz. La vida me estaba esperando, todo era posible y tenía la oportunidad al alcance de la mano. No funcionó como esperaba, pero fui feliz intentándolo.

Aunque me arrepiento de haber descuidado el plan B.

Por eso, cuando se extinguió esta vía, me encontré perdida, y aún tardaría unos años en encontrar la carretera secundaria que me permitiría expresar lo que llevo dentro. De una forma u otra, persiste en mí la necesidad de contar, de transmitir emociones y de dar salida a la imaginación. 

He comprado una caja de cartón. Ahí tienen que caber todos los recuerdos que deseo conservar. He guardado un solo diario y un puñado de fotografías por año. No necesito nada más. 

Ha sido un proceso íntimo. También ha resultado ser un aprendizaje. Me he dado cuenta de que los recuerdos importantes están dentro de uno y que van con nosotros a todas partes. Cada una de las cosas que nos hicieron felices o que nos hicieron daño, los errores que cometimos, se quedaron en nuestra mirada, en nuestro modo de comunicarnos con los demás, en la forma en que nos movemos por la vida. 
A eso se le llama madurar.
Aunque a mí me gusta más la palabra florecer.







miércoles, 24 de mayo de 2023

Tanto gustas, tanto vales




Hace año y medio que no actualizo el blog. El trabajo se acumula, mis últimas novelas generan montañas de documentación y vivir lleva su tiempo. De modo que todo lo que tiene que ver con redes sociales queda relegado a un segundo plano. 
Lo de las redes sociales tengo que replanteármelo. Debería encontrar la forma de verlas de otro modo, porque siempre pienso en ellas como si en la calle principal de mi pueblo hubiera veinte o treinta tarimas distribuidas  de un extremo a otro y donde, uno tras otro, se van subiendo los vecinos a contar sus cosas y a dar su opinión. Y escuchar la opinión de todos suele ser agotador. 

Es la nueva sociedad. 

Estamos condenados a enterarnos de la opinión de todo el mundo; del listo del pueblo, del tonto, del que jamás leyó un libro, del que leyó muchos, del fanfarrón, del soñador, del filántropo, del homófobo, del machista, del altruista, del comprensivo, del intolerante, del de izquierdas, del de derechas, del  maltratador, del acosador, del creativo... 


Pese a ello, hay ocasiones en que las redes sociales hacen honor a su nombre y funcionan como soporte vital para muchas personas. El problema llega cuando se tornan indispensables, cuando la vida dentro pasa a ser más importante que la vida fuera. La presión a la que someten a los jóvenes también es preocupante, ver siempre los mismos escaparates de felicidad y belleza confeccionadas, enmarcadas en formatos de aspecto 1:1/9:16 conlleva demasiadas frustraciones y sentimientos de infelicidad. Las cifras de jóvenes con problemas de ansiedad y depresión son aterradoras, y eso demuestra que algo no se está haciendo bien. Y sin embargo,  hemos alcanzado el punto de no retorno. Las redes sociales crean necesidades muchas veces insuperables: gustar, gustar a toda costa, que mis escritos y mis fotos tengan cientos o miles de likes. Tanto gustas, tanto vales.  

Vivir es más sencillo. O debería serlo. 

Yo también me subo alguna vez al altillo a contar mis cosas. Me obligo a ser una vecina más en el extremo de la calle principal, y enseño mis libros, como si fueran hijos que no pueden echar a volar sin su madre.  
No me siento cómoda mostrando mucho de mí. Soy del norte ( no sé si esto justifica algo),  y voy acorde con el tiempo: a veces soleado, a veces lluvioso, muchas veces gris. Mi madre es de Berlanga de Duero, y su carácter es equiparable a una de esas antorchas de cumpleaños,  todo chispas y colores. Me parezco a ella en la sonrisa fácil, pero con menos adornos. 

Solo quería decir que en este blog me siento más libre. Es una de esas calles secundarias por las que, si no lo deseas, no tienes que pasar para llegar a tu destino. 
Más de un año sin publicar entradas y aún me sorprende las visitas que recibe este espacio. Gracias por deteneros.

23 de mayo: mi hermano mayor cumple años. Es el hito más importante del día. 
A la rosa que embellecía la cocina y que me trajo L.A. se le han caído todos los pétalos. Esas rosas que huelen a rosas y que crecen en los lindes del camino son las mejores, porque huelen a gloria.

Os confieso que la nueva novela me provoca potentes latidos de corazón. No me refiero a la que sigue a El guardián de la marea, esa ya está entregada y en fase de empezar correcciones (y también supuso latidos violentos en muchas ocasiones), me refiero a la novela en la que estoy trabajando en este momento. De nuevo me encuentro buceando entre libros viejos y biografías olvidadas, sintiéndome culpable por no tener tiempo para leer lo que publican mis amigos. 
Aprender a priorizar no es sencillo. Quisiera ir a todas sus presentaciones, leerme todos sus libros, quisiera visitarlos cuando hacen una firma o una presentación, estar siempre disponible para largas charlas y videoconferencias, ser lectora cero de sus manuscritos, pero jugar a ser Dios y estar en todas partes con eficacia divina es complicado. 
 
Me he hecho el firme propósito de controlar la extensión de mis novelas. Es horrible tener que recortar, ver cómo se van a la papelera docenas de páginas en las que has puesto todo de ti. 
Reconozco que las guardo, que soy incapaz de borrarlas del todo.  

 Sigue sin gustarme el café, aunque continúo tomándolo. 

Dicen que este mes de mayo marcea, pero en Asturias siempre marcea. La llovizna, la niebla, los nubarrones grises que entran por el oeste... son parte del día a día. Y a mí me gusta esa amplitud climática ingobernable. Respiro tranquila al ver las  cortinas de lluvia acercarse por el horizonte, porque me garantizan que los bosques volverán a ser hermosos en el otoño. Y nada hay más bonito que un bosque en la seronda asturiana.  

Estoy deseando asistir a la presentación en Gijón, el día 2 de junio, de la nueva novela de Francisco Narla: Breo. Las presentaciones de Narla son una clase magistral. Tuve la fortuna de presentar junto a él su libro Fierro y todavía recuerdo su pasión a la hora de transmitirnos la historia. Es como un profesor de película que consigue captar la atención de todos y cada uno de sus alumnos. Se pone en pie, se mete una mano en el bolsillo del pantalón y comienza a hablar. A la segunda palabra ya estás rendido a su oratoria.
Piloto, escritor y gallego. Un gran talento.

Con Francisco Narla y Mirella Patiño durante la presentación de Fierro en 2019

El último libro que compré, y que no tiene que ver con lo que estoy escribiendo (de esos ya perdí la cuenta de los que llevo: desde Dolores Medio a Federica Montseny, pasando por Eulalio Ferrer o Remedios Oliva Berenguer) es el de Greta Alonso La Dama y la muerte, y voy a hacer el esfuerzo de leerlo con calma, porque la prosa de Greta es como un látigo de nueve colas: ¡zas! ¡zas! ¡zas! 
Cuando lo termine volveré aquí para contar mis impresiones. No suelo leer novela negra o criminal, es verdad, no disfruto leyendo cómo unos perros juegan con la cabeza de una niña muerta, y cuando no disfruto abandono la lectura sin remordimientos. Ese tipo de novela no me genera  interés, el crimen sanguinario, que cada vez es más gore, no es lo que quiero leer, ni siquiera para mantenerme al día de lo que se publica. Pero disfruté mucho con los personajes de la primera novela de Greta Alonso El cielo de tus días, y quiero volver a leerla. 


La noche se ha quedado tibia. Fuera ladran unos perros y huele a tierra mojada y eucalipto. Lo sé porque acabo de sacar a Lina al jardín. Hay una lechuza cerca, la curuxa que diría mi abuela. No hay murciélagos rondando la farola. Por el día son los pájaros carpinteros los que más ruido hacen, porque golpean sin cesar las ramas secas de los castaños. Qué ganas tengo de que lleguen las luciérnagas. Hay personas que piensan que se han extinguido. Lo digo en serio. Pero lo cierto es que vuelven cada mes de julio. 
Empecé a escribir esta entrada el 23 y ya es 24 de mayo. Veo la tele en diferido porque no me alcanza el tiempo para verla en directo, salvo programas que no perdono: el cine clásico de La 2 y los programas de Iker Jimenez. 
Me gusta el misterio y la actualidad. 
La casa duerme. Mica y Lina están tumbadas a mi lado; la primera ronronea cuando la acaricio, la segunda, tan diminuta como inteligente, se aprieta contra mí sintiéndose segura.


 



miércoles, 13 de octubre de 2021

Una Feria del Libro para el recuerdo

 




Estaba reflexionando sobre todo lo vivido en la Feria del Libro de Las Palmas de Gran Canaria y me viene a la cabeza lo feliz que me hace que mi primera Feria haya sido en esta ciudad. Ha sido tan emocionante, he recibido tanto cariño, que lo guardaré en el cajón de las experiencias bonitas de la vida. Vale, lo tenía todo a favor en esta ciudad, ya que una parte de mi última novela, El guardián de la marea, se desarrolla en Las Palmas. 

Museo Elder



































Desde que se publicó la novela, en julio de 2021, no dejo de recibir mensajes de afecto procedentes de Canarias,  afecto que dejó por fin de ser virtual para convertirse en abrazos reales y miradas de tú a tú. Gracias infinitas a todos los que vinieron a arroparme con su cariño. La presentación, a cargo de Laura Torres, a la que considero un ser especial y con la que inicié en Las Palmas una amistad que espero dure mucho tiempo,  estuvo cargada de tanta emoción al recordar juntos el pasado de la ciudad, (la historia de Hans y Marcela, la historia de tantos otros que pudo ser y tal vez no fue) que no voy a poder olvidarla. Creo que las propias vivencias personales de cada uno hicieron que las emociones aflorasen. Se palpaba. Se sentía. Porque no importa si han pasado cien años o quinientos, las aspiraciones del ser humano siempre son las mismas: «querer y que me quieran», como dice Marcela en El guardián. Las Palmas me recibió con calor afectivo y yo espero haberles devuelto el mismo afecto a todos ellos. 

Vista de la Feria desde el hotel

Tuve tiempo de recorrer las calles de Las Palmas a solas, en un ejercicio de íntima conexión con los personajes. Borré de un plumazo a los cientos de turistas con los que me cruzaba y volví a instalar el tranvía en Triana, en su camino hacia el Puerto de La Luz. Oí el tino de sus campanas avisando a los carromatos y tartanas que circulaban por la parte más cercana a las aceras. Vi a las mujeres con sus mantos en la cabeza en severo contraste con el atuendo decoroso de alguna miss, una de las tantas que conferían a la ciudad un incipiente aire internacional, con sus vestidos de organdí suizo un poco pasado de moda debido a los estragos de la guerra. 

Mi primera parada fue el puerto de La Luz. Yo estaba alojada junto al parque Santa Catalina, frente al muelle que lleva su nombre y desde el que zarpaban barcos como el Valbanera hace cien años. 

A falta de tranvía (ya me habría gustado), un taxi me llevó hasta Triana, y allí volví a mirar de frente la capilla de San Telmo, donde se desarrolla una importante escena de la novela. También me planté frente a la casa de Herminia Maldiciones, cruzando la acera en cuya fachada destaca el viejo reloj de la desaparecida joyería de Juan Pflüger.  


Antiguos almacenes de la naviera británica Elder Dempster Line donde tuvo lugar la presentación



Antes de zambullirme en el barrio de Vegueta, me detuve un momento frente al edificio del antiguo hotel Monopol, que también tiene un papel relevante en la novela.  Después crucé el barranco de Guiniguada o, en su defecto, la amplia vía de doble sentido que se construyó sobre el barranco. O sea que el barranco de Guiniguada que se nombra en la novela ya no existe. 

Antiguo hotel Monopol, hoy centro comercial


Vegueta con la catedral al fondo


Tras cruzar el imaginario barranco me adentré en el barrio de Vegueta. Pasear por sus calles  es una experiencia inigualable, ya que conserva la arquitectura de cuando los castellanos fundaron la ciudad. El barrio está tan cuidado y es tan bonito que las horas se me pasaron volando. Saqué un tique para ver por dentro la catedral, con calma, como solo se puede hacer cuando uno viaja solo. Al finalizar la visita salí fuera y ascendí por las calles que me llevarían al, en otro tiempo,  Hospital de San Martín, escenario tan importante en la novela. Viendo su larga fachada es fácil imaginar todo lo que ha vivido esta antigua institución de beneficencia: huérfanos, niños abandonados, enfermos, tullidos, pobres de solemnidad, todos ellos entremezclados con la azarosa vida de las monjas, hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, curas, médicos, nodrizas... Cuánto habrán visto estos muros desde su inauguración en 1786.

Fachada del antiguo Hospital San Martín



































Antes de volver al hotel, aún tuve tiempo de acercarme al barrio de San Nicolás, en los Riscos, para hacerle una visita a la ermita, junto a los caños donde Marcela va a menudo a buscar agua. 

Un rápido tentempié y otro taxi me dejó en el hotel a tiempo para asistir a la presentación de un libro que ¡Oh, casualidad! se titula El último viaje del Valbanera, de Carlos González Sosa, con el que tuve ocasión de hablar y compartir mesa. 

Por último destacar que también tuve la oportunidad de conocer a otros escritores, unos más encumbrados que otros, pero de todos me llevo una buena impresión.   No tengo contacto con escritores donde vivo, así que cuando me rodeo de ellos lo disfruto mucho. 
Una anécdota bonita ocurrió la última noche que pasé en Las Palmas. Estábamos sentados en la terraza de un restaurante en la playa de Las Canteras, a punto de pedir la cena, cuando llegó Manuel Vilas a unirse a nosotros. No me lo esperaba y me hizo mucha ilusión, sobre todo porque acababa de leerme su libro Los besos. Con Sonsoles Ónega tuve otra anécdota bonita durante la presentación de su libro, pero esa se queda para mí. Es encantadora, por cierto, y una gran comunicadora.

Volví a casa muy contenta, con mucho cariño acumulado y un puñado de buenas experiencias. 
Este próximo domingo 17 de octubre estaré en la Feria de Valencia, y me conformo con que sea la mitad de bonita que esta. 
Con Laura Torres













Manuel Vilas


Sonsoles Ónega


martes, 18 de mayo de 2021

Nueva novela

  





Todo empezó cuando oí hablar por primera vez del Valbanera, un vapor de carga y pasaje que se hundió en las costas de Florida un diez de septiembre de 1919 a consecuencia de un terrible ciclón tropical que causó estragos en el norte de Cuba y en los Cayos de Florida.
Me sorprendió mucho que ni siquiera me sonara el nombre, y aún me sorprendió más descubrir que el Valbanera representa el mayor desastre marítimo español de la navegación comercial, con 488 víctimas, casi quinientas almas relegadas al más absoluto olvido popular e institucional.

La capacidad de olvidar nuestro pasado; sucesos gloriosos, nefastos o trágicos, todos transcendentes, es una cualidad que nos identifica como  sociedad. Si el Titanic hubiera sido nuestro, nadie habría oído hablar de él. 
Dos años antes de que se hundiera el Valbanera había naufragado el Principe de Asturias (1916) en las costas de Brasil, en este caso con un saldo de vidas de 457 fallecidos y 143 supervivientes. Ambos pertenecían a la misma compañía naviera. 


Ejemplar cortesía del autor, Fernando García Echegoyen


Al Principe de Asturias se le conoce algo más, tal vez porque era un barco de lujo y llevaba a bordo a varias personalidades de la época.
Sin embargo, el Valbanera era un barco que transportaba un cargamento de emigrantes que habían dejado atrás su hogar en busca de la oportunidad de prosperar (más bien de sobrevivir con un mínimo de dignidad) que su patria les había negado.
"El barco de los miserables", dice Fernando García Echegoyen en su libro El misterio del Valbanera. No hubo supervivientes.

Conocer el suceso supuso para mí que dejara aparcada la novela en la que llevaba trabajando nueve meses para escribir una historia en la que pudiera darle al barco un especial protagonismo.
He tardado tres años en concluir este proyecto.

Toda la información sobre el barco que encontraba en la red me dirigía hacia el libro del Fernando García Echegoyen, un libro casi imposible de adquirir. Cerca de mí solo había dos ejemplares: uno en el Archivo de Indianos de Colombres, a 150 km de distancia,  y otro en la biblioteca pública de Oviedo.
Resignada, me fui a la biblioteca de Oviedo, a 50km de mi casa, y todavía recuerdo la emoción cuando el bibliotecario me sacó el libro previa entrega del DNI.
Me pasé una tarde entera tomando notas. Aquel libro era una joya en cuanto a documentación del barco, y por eso en los sucesivos días me hacía los cien kilómetros -ida y vuelta- para pasar unas horas en la biblioteca apuntando datos y mirando fotografías.
Entonces decidí escribir al autor. Alguno de vosotros lo conoceréis por sus apariciones en Cuarto Milenio, el programa de Iker Jimenez donde Echegoyen habla sobre misterios de la mar. Además de eso, Echegoyen es especialista en investigación de siniestros marítimos y perito naval. Desde 1992 dirige el Proyecto Valbanera que pretende recuperar parte de los restos del trasatlántico español con fines museísticos.

El Valbanera en el Puerto de Barcelona. Imagen extraída del libro El misterio del Valbanera, de Fernando G. Echegoyen


En mi email le conté a Echegoyen lo impresionada que estaba con todo lo que iba descubriendo sobre el Valbanera y mi intención de devolverlo un poco a la vida en una novela. Desde el principio, Fernando se mostró muy amable y cooperativo. Me dijo que podía contar con él para lo que necesitara, ¡incluso me envió su libro!, el ejemplar que aparece en esta entrada y que guardo con mucho cariño.
 En los sucesivos meses, Echegoyen, que es el mayor experto que existe sobre el Valbanera, respondió amablemente a todas mis preguntas y me envió un montón de documentación extra, desde planos del barco hasta recortes de la prensa de la época. Treinta años dedicados a estudiar este naufragio dan para recopilar mucha información.

Infografía cortesía de Fernando G. Echegoyen.
Anotaciones: Mayte Uceda


























Para todos aquellos interesados, Fernando G. Echegoyen tiene un nuevo libro: Regreso al Valbanera (2019), con sus últimas investigaciones sobre el naufragio, un siniestro, dicho sea de paso, que siempre ha estado rodeado de un halo de misterio y de numerosas incógnitas. Os dejo el enlace donde podéis verlo: http://www.echegoyen.es/naufragios/
También podéis seguir su página de Facebook Naufragios.es y su canal de Youtube. Sus vídeos son siempre muy interesantes.

Todo este tiempo de estudio se concreta en la novela en un par de capítulos sobre el último viaje del Valbanera. Con la ayuda inestimable de Fernando fui capaz de sentirme cómoda paseando por las cubiertas del barco, por sus salones, por los entrepuentes de las bodegas y también pude rescatar del olvido a una o dos personas que viajaban en él, como Casiana, la única camarera del barco.

Aunque este fue uno de los principales retos a la hora de escribir esta novela, no fue desde luego el único. Recrear el contexto de Las Palmas de Gran Canaria a principios del siglo XX fue una aventura que duró meses, con un viaje a la isla entremedio para consultar la prensa histórica, ya que la Universidad de Las Palmas (ellos habían realizado el proceso de digitalización) no me daba acceso a sus archivos digitales a menos que estuviera matriculada.

Una vez en Las Palmas me enteré de que el Museo Canario también tenía hemeroteca, de modo que mientras mi marido y mi hijo disfrutaban de los días de sol al sur de la isla, yo cogía una guagua y me iba a la capital para pasarme las mañanas en el museo.
Reconozco que iba con la idea de que me dejaran consultar la prensa digital, así que imaginaos mi sorpresa cuando me sacaron un gran paquete de ejemplares físicos envuelto en papel de embalaje y  amarrado con una cuerda. ¡Periódicos de 1918!

Parte de la documentación


Desde luego la experiencia resultó mucho más enriquecedora. Tocar el papel amarillento -casi marrón- de los ejemplares centenarios fue mucho más estimulante, aunque no exento de riesgo, ya que  algunas hojas se me deshacían literalmente entre los dedos y me hacía sentir culpable por alterarlos. 

Debo decir  que fui extremadamente cuidadosa con ellos.

A este reto se irían uniendo los demás a medida que la novela avanzaba. Al contexto de Las Palmas se uniría más adelante Santiago de Cuba, La Habana e incluso las ciudades de Hamburgo y Kiel al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Otros retos fueron recrear la vida a bordo de un submarino alemán de la Primera Guerra Mundial o escribir los capítulos que transcurren en un burdel de Santiago de Cuba en 1919. 

Escribir esta novela supuso para mí un viaje muy intenso por la primera mitad del siglo XX, en mi opinión el período más convulso de la humanidad, con dos guerras mundiales monstruosas y una gripe asesina que dejó un reguero de millones de muertos. 

No soy la misma que cuando empecé a escribirla, de eso estoy segura, he aprendido demasiadas cosas sobre el ser humano como para que no me cambiara. 

Faltan unas pocas semanas para que el proyecto vea la luz. Tras dos años de espera, la novela saldrá al fin el 7 de julio. Mis personajes volarán a la mente de los lectores, dejarán de ser míos para ser también vuestros. Algunas cosas os sorprenderán, otras os harán reír, tal vez llorar... Por mi parte, solo deseo que cuando cerréis el libro os quede la sensación de haber realizado un viaje extraordinario.












sábado, 27 de marzo de 2021

Capítulo extra Un amor para Rebeca






Hacía tiempo que tenía ganas de actualizar la portada de Rebeca, y por fin he sacado tiempo para ponerme a ello. También he aprovechado este momento para repasar el texto y atender una demanda que nació de los comentarios sobre la novela. A lo largo de estos siete años desde su publicación han sido frecuentes  los mensajes y comentarios que echaban en falta saber un poco más de los personajes al final de la historia. No soy de prolongar los finales felices más allá de lo necesario, pero, como siempre, cuando son muchos los lectores que ponen el foco en algún detalle, es más que probable que estén en lo cierto. 

Es por ello que he escrito un capítulo extra antes del epílogo final, que también ha sido modificado para que los lectores puedan asomarse un poco al futuro de Kenzie y Rebeca y saber cómo les va la vida juntos. Ha sido para mí una experiencia bonita volver a estos personajes que tanto me han dado y que todavía hoy siguen conquistando los corazones de muchos lectores. 

Si queréis saber qué fue de ellos al cabo de unos años, esta es vuestra oportunidad. 

Va por vosotros.



 

Los días felices

 


Rebeca dormitaba apoyada contra la ventanilla del viejo Nissan. La noche había sido larga, como suelen ser las noches de los reencuentros añorados y las reconciliaciones. Mientras el mundo dormía, ellos se habían amado con el ansía de los que temen que se deshaga el hechizo con la llegada del alba. Por eso, al despuntar la mañana, los dos se despertaron sobresaltados y temerosos de que todo hubiera sido un sueño.

Rebeca fue la primera en abrir los ojos. Encontró a Kenzie durmiendo a su lado, boca arriba, con un brazo por encima de la cabeza. Se quedó tan quieta como una escultura viviente y permaneció mirándolo durante minutos, inundada de amor. Su sueño no parecía apacible y su rostro dejaba entrever una congoja involuntaria y rebelde que se había desatado en la inconsciencia y que gobernaba su cuerpo desde el interior. 

Le puso una mano sobre el pecho desnudo y notó la agitación de un corazón asustado. 

Entonces Kenzie se despertó de repente, abrió los ojos y los clavó en el techo.  

Estoy aquí –le dijo ella con urgencia mientras a él se le escapaba la respiración a borbotones por la boca.

–Creí que lo había soñado… –susurró exhalando un suspiro y atrayéndola hacia sí para abrazarla. Creí que…

Ella se incorporó un poco y lo silenció con un beso en los labios.

No pienso dejarte jamás, Kenzie Connor MacLeod, y haré lo que sea para convencerte de ello.

¿Cómo sabes mi segundo nombre?

Te lo explicaré mientras me das algo de desayunar, estoy muerta de hambre.

Después de comer algo, él llamó al taller para comunicar que no iría a trabajar esa mañana de sábado. Poco más tarde, llevó a Rebeca a casa de la señora Munro para que recogiera sus cosas y se instalara con él en Croyard road. La mujer se puso tan contenta al verlos juntos que abrazó a Kenzie en cuanto puso un pie dentro de la casa.

Me alegro por ti, querido mío… le dijo. Me alegro mucho por los dos. Por muy vieja que sea, sigo creyendo en el amor, y estoy muy contenta de haber podido ver una vez más este maravilloso milagro de la vida.

Antes de marcharse, Rebeca le dio un abrazo y prometió no regresar a Barcelona sin despedirse de ella.  


Aquel sábado de marzo, de nubes y claros que anunciaban una primavera tardía, lo pasaron en casa entre caricias, besos y palabras susurradas al calor de las llamas que flotaban en la hoguera, sobre una manta cálida, hablando sin parar, soltando lágrimas antiguas, deseosos de dejar atrás los años grises en los que vivieron sometidos a una ausencia que les resquebrajó el alma y les impidió disfrutar de las cosas importantes de la vida. Rieron, lloraron, trataron de recomponer los sueños rotos que las circunstancias convirtieron en añicos apenas habían nacido. Lucharon contra el rencor, lucharon contra la rabia y contra el tiempo, escogiendo las palabras precisas para darle a entender al otro que ya nada podría separarlos. 

Se atrevieron a hacer planes nuevos partiendo de las cenizas del pasado.


Al día siguiente, Kenzie le pidió que lo acompañara a Skye para almorzar con su familia.

Y en aquellos momentos se encontraban en la carretera, dejando atrás el viejo castillo de Eilean Donan donde Kenzie prometiera verla en sus sueños hasta que regresara, cuando el futuro era de los dos y las promesas tenían todo su significado.

Él no pudo evitar mirarla y estirar una mano para aferrar la de ella, apretándola con fuerza cuando sus ojos se quedaron sin luz, entoldados por los recuerdos. 





Rebeca era consciente de que William no la recibiría con los brazos abiertos, y le había manifestado a él ese temor. Pero Kenzie le había contestado que, si su padre había sido capaz de perdonar a su madre y darle una segunda oportunidad, también comprendería su decisión.

No tengas miedo le había dicho–, todo saldrá bien. Además, Sophie también estará allí.

Volver a ver a Sophie la llenaba de alegría, aunque de igual modo debía ser prudente con ella y tal vez soportar alguna que otra mirada de reproche. Aceptaba que eso pudiera suceder e iba preparándose por el camino para hacer frente a la situación. Kenzie había hablado con su padre por teléfono antes de que ellos salieran hacia Skye esa mañana, y Rebeca, pese a la conversación en gaélico, había percibido un leve tono airado que evidenciaba una discusión.

No iba a ser fácil. Tendría que convencerlos a ellos también de que esta vez cumpliría su promesa. Porque había madurado, ya no era la muchacha cobarde e influenciable de los primeros años de juventud. Había adquirido el coraje para enfrentarse a quien fuera y donde fuera. Y no había sido fácil, porque ella, al contrario de lo que les sucedía a otras personas, no había nacido con la fuerza interior necesaria para enfrentarse a los suyos. Llegar hasta allí le había costado años de sufrimiento, pero ya nunca permitiría que nadie decidiera por ella.  

¿Qué sientes por tu madre? se atrevió a preguntar mientras viajaban por la estrecha carretera comarcal.

Kenzie se encogió de hombros.

Nuestro vínculo se rompió hace muchos años, pero es la esposa de mi padre y sé que nunca dejó de amarla. No voy a juzgar eso, y mantengo con ella una relación correcta.

¿La quieres?

Sacudió la cabeza antes de responder.

He tenido muy poco trato con ella, y ahora solo nos vemos algunos domingos para comer. Lo hago por mi padre y por Sophie.

Cuando llegaron a la casa del abuelo Craig  MacLeod, William y Elisabeth salieron a recibirlos. El viento era frío y tenaz en aquella tierra, aullaba detrás de las montañas y barría las llanuras, Rebeca lo comprobó una vez más cuando se bajó del Nissan.

Estaba nerviosa. Recordaba la última conversación que había mantenido con William como si hubiera sido la tarde anterior y no hubieran pasado tantos años, y sentía que, en cierta medida, y aunque fuera un hombre al que apenas había conocido, le había fallado. Su decisión de no volver, no solo había afectado a Kenzie, sino también al resto de la familia.

Pensó que Kenzie iría en primer lugar para saludarlos, evitándole a ella una primera confrontación directa, pero, en vez de eso, la sujetó con fuerza de la mano y caminó junto a ella hasta llegar frente a sus padres.

Hubo un silencio mortal en el que Rebeca notó la mirada dura y recriminatoria de William.

Dadaidhcomenzó Kenzie, pero Rebeca le puso una mano en el brazo y tomó la palabra.

Si no hablaba en aquel momento, tal vez no pudiera hacerlo nunca.

Señor…, puedo hacerme una idea de lo que siente al verme. Pero le aseguro que estos años tampoco han sido fáciles para mí.  Solo le pido la oportunidad de demostrarle que quiero muchísimo a su hijo y que nunca quise hacerle daño. Se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo que hacer un esfuerzo para continuar. Yo le juro que…

Es suficiente  murmuró Kenzie al darse cuenta de que lo estaba pasando mal. Le apretó los hombros con el brazo y añadió: No es necesario que sigas.

Rebeca miró a William a través de las lágrimas y lo vio asentir con un gesto de cabeza, un gesto que solicitaba, a su vez, un poco de tiempo para hacerse a la idea.

Y ella estaba dispuesta a dárselo.

Sophie salió de la casa y los miró desde la puerta. Rebeca se fijó en su pelo más corto y en su aspecto menos adolescente y más maduro. Su mirada tampoco era amable, y Rebeca se armó de valor, se apartó de la seguridad confortable que le ofrecía Kenzie y se acercó a ella.

Se miraron un momento; una con dureza, la otra suplicando comprensión.

No sabes cuántas veces te maldije soltó Sophie con la boca tensa. Creo que lo hice tantas veces como mi hermano.

Esta bien, Sophie, lo entiendo…

–Dicho esto… No sabes cuánto me alegro de que estés aquí…

El rictus severo de la joven se relajó, y sus ojos brillaron antes de lanzarse a abrazarla.

Rebeca soltó alguna lágrima mientras la correspondía apretándola con fuerza en ese abrazo, murmuró un «gracias» estrangulado por la emoción y entonces notó una mano sobre su hombro. Era Elisabeth, que se había acercado a ellas.

Espero que te gusten los arenques ahumados, querida –le dijo mientras se agarraba a su brazo. 

¿Es cierto que tu hija se llama Sofía? preguntó Sophie.

 



 

Esa misma tarde, antes de regresar a Beauly, Kenzie llevó a Rebeca al bosque donde, años atrás, habían hecho un juramento de amor. Allí visitaron el lugar donde habían sido esparcidas las cenizas del viejo druida hacía cinco años, le presentaron sus respetos y, cogidos de las manos, bajo las ramas desnudas de los árboles, repitieron sus votos de unión.

Kenzie fue el primero en hablar, y lo hizo con la voz tan suave que las palabras apenas le rozaron los labios.   

–Rebeca... Juro traer a tu vida la luz del amor y de la dicha. A través de las llamas de la pasión y de las corrientes de agua blanca. Y aún te amaré en los tiempos difíciles, cuando los problemas parezcan inamovibles. Tal como un corazón ata al otro, alma con alma, en cuerpo y en espíritu. Para siempre.

Hacía tanto tiempo que Rebeca esperaba sentirse así, tan viva y llena de ilusión, que la emoción la desbordaba. Quiso enterrar para siempre las noches en las que había llorado y gritado en sueños, los tiempos perdidos en mitad de una tarde en los que imaginó volver a estar en sus brazos, los paseos por la playa con la mirada puesta en el mar, tratando de recordar el color exacto de sus ojos. Quería deshacerse de todo ese dolor antes de decir nada, y solo lo consiguió cuando notó sus manos secándole las lágrimas.

Tuvo que respirar hondo para que le saliera la voz. 

–No sé decir cosas tan bonitas como las tuyas –dijo flotando en el azul líquido de sus ojos–,  solo puedo pensar que este bosque y este viento y todas las criaturas que habitan en él, son testigos una vez más de mi amor por ti. Ni un solo día dejé de quererte y de añorarte, Kenzie, porque el amor verdadero no se diluye ni se muere con el tiempo, al contrario, crece y crece y se hace invencible y eterno. Ahora lo sé. Lo siento cuando te miró, y lo seguiré sintiendo hasta el final de mi vida. 

Él le sonrió. 

Después se inclinó para besarla.  







Epílogo



Beauly

Diciembre de 2019

 

 

La mañana de Nochebuena amaneció con el cielo encapotado y un viento gélido procedente del norte. Rebeca, acompañada de Kenzie, había acudido a la estación de tren de Beauly para recibir a sus padres. Víctor les dio un abrazo nada más bajarse del tren, y Elvira les dio dos besos, suspirando al ver el Nissan de Kenzie aparcado junto al apeadero. Odiaba montarse en aquella camioneta porque siempre tenía que subirse la falda dos palmos para poder dar el salto antes de acomodarse en los asientos. No era esto, sin embargo, lo único que detestaba de sus visitas a Escocia. El clima lluvioso y el frío eran constantes y desalentadores, y le molestaba en la misma medida que las extravagancias de la madre de su yerno. Elisabeth era demasiado liberal para su gusto y nunca se sentía cómoda en medio de sus conversaciones. Por la paz general, había aprendido a morderse la lengua, de igual modo que había aprendido a sobrellevar que su hija viviera en un pueblucho escocés con un mécanico de coches al que le gustaba dar saltos con un tambor y cuidar de un puñado de ovejas.

Nunca lo habría imaginado.

Al menos, durante el invierno, no tenía que verle los horribles tatuajes de los brazos, y eso era un alivio, pues cada vez que había visto al diablo tatuado en su hombro, no había podido evitar sugerirle que debería borrárselo. Kenzie siempre le sonreía, y a continuación le decía de forma muy educada que, si no le gustaban sus tatuajes, tal vez no debería mirarlos.

En cada una de las ocasiones en las que había estado en aquella vieja casa de piedra, mal aislada del frío y cuyas puertas siempre estaban infladas por la humedad, suspiraba por la comodidad del hotel que habían dejado en Inverness y al que regresarían para dormir, ya que la casa de su yerno, aparte de poco efectiva contra los elementos, también era pequeña.

Solo había algo que hacía agradable aquellas visitas: sus dos nietos pequeños. Mirando a través de la ventanilla mientras cruzaban la larga avenida de High Street, se le escapó una sonrisa al pensar en ellos. Tal vez Connor hubiera salido a su padre; eran como dos gotas de agua y con cuatro años ya le gustaba golpear el tambor como un salvaje en ciernes, pero Ellie, a pesar de haber sacado el pelo rojo de su tía y su abuela escocesas, había heredado sus ojos verdes, de eso no le cabía ninguna duda. Si aquel fuese un lugar más agradable, le gustaría mucho pasar más tiempo con ellos, porque temía por encima de todo que el carácter disoluto de Elisabeth ejerciera en sus tiernas personalidades una mala influencia. Los niños siempre necesitaban modelos de convicciones firmes a los que seguir, sobre todo en los primeros años de la infancia, y ella tenía claro que esa mujer no era lo mejor que había dado aquella tierra. Con la vida que había llevado y habiendo abandonado a sus hijos... Ni siquiera podía pensar en ello sin que le ardiera la cara por el bochorno.

Escuchó el parloteó incesante de su marido, que viajaba al lado y les iba poniendo al corriente de la vida en Barcelona. Ella se daba cuenta de que evitaba mencionar de forma consciente las escapadas a la nieve o a la isla de Menorca. Víctor era más comprensivo que ella, y lo hacía porque sabía que la economía familiar de los MacLeod no alcanzaba para esos lujos. Claro que tampoco aceptaban su ayuda. El escocés les había salido orgulloso y había rechazado cualquier tipo de contribución económica. Decía que eran muy felices con lo que tenían, aunque ella sospechaba que su yerno declinaba el ofrecimiento para no sentirse en deuda con nadie. Bien, se decía Elvira, quiere ser libre, aunque eso implique ser más pobre.

Tenía que admitir, sin embargo, que nunca había visto a su hija tan feliz como parecía serlo desde que se había mudado a Escocia. No era la vida que había imaginado para ella, y lo había aceptado a regañadientes y porque no le quedaba más remedio, aunque siempre creyó que eran tan distintos que su relación estaba destinada al fracaso.  

Pero se había equivocado.

Se amaban con una obstinación que sorprendía. 





Cuando llegaron a Croyard Road, encontraron la casa llena de gente. Elvira se quedó mirando por la ventanilla la estructura de piedra anexa a la casa cerrada con enormes cristales que ampliaba de forma superlativa el servicio de la vivienda.

¿Habéis hecho obras? les preguntó.

Rebeca giró la cabeza para contestarle con una sonrisa.

La hemos reformado entera respondió con emoción. Ahora tenemos dos habitaciones más, así que podéis quedaros a dormir si queréis.

No te preocupes, hija, tenemos el hotel. Además, con tanta gente en casa… añadió al ver la aglomeración que había en la explanada de gravilla– vas a necesitarlas.

A Víctor se le escapó la risa y Rebeca intercambió una mirada cómplice con su padre.

Elvira se apeó del todoterreno de un salto que le dejó los tacones clavados al suelo, y entre la gente, vio a Ellie debatiéndose en los brazos de la abuela Elisabeth. Cuando esta al fin la dejó en el suelo, salió corriendo hacia ellos con su avanzar patoso de dos años.

¡Abuela!

Elvira Brañanova se agachó como pudo para recibir en sus brazos a la pequeña, le llenó la cara de besos y le hizo cosquillas.

Cuando Víctor se la arrebató de los brazos, Elvira reparó en que allí estaban ambas familias al completo. Sabía que Sofi había viajado desde Bruselas al principio de las vacaciones escolares, y que Enric y Pablo habían llegado dos días antes que ellos. Pero aquella navidad era distinta a otras, pues parecía que su hija se había empeñado en reunir en su casa a todo el mundo. Vio a Berta, con su marido y los mellizos, y también a Lola. Al parecer, y por lo que le había contado Rebeca, Lola y su antiguo novio escocés habían vuelto a juntarse cuando ella se cansó de trotar por el mundo. Hacía años que no la veía, y se fijó en ella mientras esta mantenía con Berta una animada charla. Lola estaba en avanzado estado de gestación y no dejaba de sonreír y de acariciarse la tripa con las dos manos.

Sacudió la cabeza, pensando en lo distintas que eran las tres y en las vueltas que habían dado sus vidas, y se dijo que, en sus tiempos, las cosas eran más sencillas.

Cuando dejó de divagar, se dio cuenta de que todos estaban entrando en casa. Kenzie llevaba en brazos a la pequeña Ellie, y Rebeca llevaba de la mano a Connor. Detrás de ellos iba la pelirroja Sophie acompañada de un hombre que ella no conocía.

Notó el brazo de Víctor sobre sus hombros.

¿Entramos o quieres mojarte?

Elvira alzó la mirada al cielo. Ni siquiera se había dado cuenta de que había empezado a llover. Entonces notó que le cogían una mano y agachó la cabeza.

Los ojos de Connor la miraban desde abajo.

Abuela, ¿quieres ver mi nuevo tambor?

Elvira dejó escapar un hondo suspiro, previendo un inminente dolor de cabeza. Su marido le dio unas palmaditas alentadoras en el hombro y sonrió. 

Claro, hijo, vamos –convino, y de su mano entró en casa.