jueves, 6 de marzo de 2014

EL PESCADOR Y LA SIRENA

Mi nombre es Jonás y vivo en la costa de la Muerte. Hace cuatro años, el día de mi trigésimo tercer cumpleaños, decidí salir a pescar como tantas veces. Aquella mañana conduje hasta la playa de Carnota; el sol estaba en lo más alto y la luz era espléndida para tener buena visibilidad bajo el mar. 
Me puse el traje de neopreno con la pericia que otorgan años de práctica, me ajusté los plomos a la cintura, hinché la boya y cogí el fusil. Luego caminé hasta la orilla.
Una vez en el agua, me puse las aletas. Escupí en el interior de las gafas, extendiendo a continuación la saliva por cada rincón de los cristales; no me gustaba que se empañaran justo cuando apuntaba a una presa. Até la cuerda de la boya al fusil y me ajusté las gafas.
Me lancé a nadar siguiendo las rocas de la costa. Mientras notaba el agua fría penetrando lentamente dentro del traje, iba pensando que al año siguiente me permitiría unas vacaciones en las Medas. No podría pescar pero las islas eran un paraíso para hacer submarinismo.

Nadé cien metros hasta llegar al lugar exacto. La profundidad variaba desde los cinco hasta los quince metros. Solo una vez había descendido a tanta profundidad, siguiendo a una enorme lubina, pero el esfuerzo del ascenso, para tomar aire, había sido tan grande que a partir de ese día no perdía de vista el profundímetro de mi reloj de pulsera.

Llené de aire mis pulmones y me sumergí hasta el fondo. Allí permanecí a la espera.
Nada que mereciera la pena se cruzó en mi campo de visión, así que ascendí y repetí la operación con idéntico resultado.
Decidí entonces buscar entre las rocas. Un sargo picudo pasó a pocos metros, ofreciéndome los destellos de sus escamas plateadas. Sin perder un segundo, apunté con el fusil y esperé a que me diera el costado. Era un ejemplar grande, al menos de cincuenta centímetros, y pensé que sería un buen trofeo y una mejor cena. Casi a punto de disparar, el pez sacudió la aleta y cambió de rumbo.
Maldije mi mala suerte, pero no me di por vencido.
Resolví seguirlo hasta que volviera a ponerse a tiro; era demasiado grande para dejarlo escapar. Se escondió entre unas rocas, varios metros más abajo. Descendí hasta ellas y lo sorprendí de frente. Casi podía tocarlo con la mano, pero a tan corta distancia no podía disparar. Me eché hacia atrás para tomar distancia y apuntar. Entonces el pez aprovechó mi maniobra para huir.
Apenas me quedaba aire en los pulmones cuando noté un fuerte tirón en el fusil. No era posible que hubiera agotado los veinte metros de cuerda que me unían a la boya. Eché un rápido vistazo al profundímetro y me quedé horrorizado; había descendido demasiado. Me entró el pánico, pero logré conservar la calma porque sabía que el miedo era mi peor enemigo.

Solté el cinturón de plomos y abandoné el fusil. Después nadé en ascenso, a contrarreloj. Mientras subía a toda prisa solo tenía un pensamiento: aguantar hasta la superficie. La necesidad de tomar aire era tan imperiosa que por un momento estuve a punto de aspirar una bocanada de agua. Un poco más, me decía mientras la claridad sobre mi cabeza se hacía más poderosa. Un metro más...
Empecé a tener convulsiones y me di cuenta de que no lo lograría. Estaba tan cerca. El tiempo se ralentizó y mi mente se nubló por la falta de oxígeno.  
Fue entonces cuando la vi, a pesar del agua turbia que yo mismo había revuelto.
Era una mujer. Mi mente confusa, al borde de la inconsciencia, la vio con nitidez. Ella me observó durante un segundo con la mirada más triste que había visto jamás. ¿Estaba delirando? ¿Me estaba muriendo? Ayúdame, le imploré con el pensamiento.
Percibí que me empujaban hacia arriba, tan rápido que en un instante mi cabeza asomó a la superficie. Primero tosí y expulsé el agua que, inevitablemente, me había entrado en los pulmones, después respiré con urgencia y desesperación.

Cuando me recuperé, me di cuenta de lo que había sucedido. Busqué a mi salvadora para darle las gracias, pero no la encontré. Sumergí la cabeza y busqué dentro del agua.
Allí no había nadie.
Pese al extraño suceso, me repuse pronto y nadé hasta la boya, tiré de la cuerda y rescaté el fusil.

Cuando llegué a casa no pude dejar de pensar en lo ocurrido. ¿Habrían sido imaginaciones mías? ¿Era posible que mi mente se hubiera confundido hasta tal punto? Mientras rememoraba una y otra vez lo que había sucedido, metí el equipo en la bañera y lo aclaré con abundante agua dulce. Lamentaba haber perdido los plomos, pero no habría logrado el ascenso con esa carga.
El susto todavía me latía en las venas cuando me acosté.
Traté de recordar la visión de aquella mujer; en mi cabeza aún permanecía intacta la imagen de su rostro hermoso enmarcado por una melena oscura que ondeaba en el mar.
Estaba tan obsesionado que al día siguiente se lo conté a un amigo. Me dijo, con media sonrisa, que habría sufrido una narcosis de nitrógeno. Me sorprendió su comentario, y tuve que jurarle que jamás había pescado con botella. No solo por miedo a la sanción, sino porque no tenía ningún mérito.

Entonces te habrá salvado la sirena me dijo, soltando una carcajada.

Volví a casa obsesionado con resolver aquel enigma. Mi amigo, entre bromas, me habló de antiguas leyendas que aseguraban que una sirena habitaba esta costa. Sentí tanta curiosidad que encendí el ordenador y busqué más información.
Y esto fue lo que encontré:

«Lúa era una muchacha de familia noble que vivía en la casa señorial que dominaba desde la altura la pequeña aldea de Banzos, en la costa de la Muerte. Desde niña disfrutaba deambulando entre los pescadores del pueblo, le gustaba observar a los hombres descargar el pescado y a las mujeres y los niños mientras disponían los aparejos. Fue así como conoció a Rodrigo, al que ella llamaba con afecto Roi. Él le enseñó a preparar las nasas y los aparejos, y juntos pasaban las horas muertas observando las mareas y contando las olas. Sus sentimientos fueron creciendo, a la par que ellos, y se enamoraron con la fuerza invulnerable de la adolescencia. Sin embargo, los jóvenes mantuvieron su amor en secreto, pues ambos sabían que lo suyo era un amor imposible. Pasaron los años y, cansados de esconderse, confesaron a sus familias su deseo de casarse. El padre de Lúa se negó a entregar a su única hija a un marinero pobre, y la encerró en sus aposentos para que recapacitara.
Meses después, viendo que la joven languidecía y enfermaba, el hombre se apiadó y la liberó del cautiverio, accediendo a que tomara por esposo al joven pescador. Ella recobró pronto las fuerzas y salió al encuentro de su amor,  pero no lo encontró ni en la aldea ni en la playa ni en el puerto. Roi había salido a pescar al amanecer y regresaría con la puesta de sol.
La joven lo esperó en la orilla, hasta que la oscuridad de la noche cubrió de sombras el cielo.
Volvió al día siguiente,  al otro y al otro, y así durante más tiempo del que podía contar.
-Vuelve a casa -le dijeron sus amigos pescadores-. Él no vendrá.
Pero Lúa no se rindió. Cada mañana al amanecer y antes del ocaso recorría los acantilados, oteando el horizonte en busca de una sencilla lancha de madera que le ofreciera la proa.
Una tarde, el mar embravecido expulsó a tierra los restos de una barca.
Y Lúa comprendió.
Al día siguiente, cerca de la medianoche, se dirigió a los acantilados por última vez para no regresar jamás. 
Desde entonces, cuentan que Lúa busca a Roi en las profundidades del océano, y en su vagar incansable ayuda a los marineros en dificultades».

A menudo vuelvo al mismo lugar donde la vi. Ya no busco presas de lomos brillantes. Ahora busco a Lúa con el mismo anhelo que ella busca a su amor perdido. A veces desciendo demasiado y pongo mi vida en peligro. Es en ese estado cercano a la inconsciencia cuando la veo aparecer.
Ayer, por primera vez, vi que sonreía. 

8 comentarios:

  1. Es un cuento precioso. Tiene tensión y te envuelve hasta el final. Se te da bien.

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  2. Gracias, Manuel, por leerlo y comentar. :-))

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  3. Mayte, a mi me ha gustado mucho, yo lo leí ayer cuando llegué a casa. Las historias de amor aunque sean imposibles siempre enganchan, además no se sabe si al final Jonás y la sirena llegarán a algo, porque ella empieza a sonreírle. Un beso

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  4. Gracias, Bea. No pude leerlo en el taller, pero me alegro de que pudieras leerlo en casa. A mí también me gustan las historias de amor. un abrazo.

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  5. Muy bonito, Mayte. No sé el por qué, pero todos los relatos relacionados con el mar o la pesca me resultan especialmente melancólicos.

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  6. También a mí me gustan especialmente los relatos de mar, Josep. Gracias por pasarte.

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