Cudillero |
Estoy segura de que este título os recuerda a una historia escrita por alguien
llamado Ernest Hemingway hace unos cuantos años. Voy a hacer, entonces, una
pequeña modificación y titularé esta entrada EL VIEJO Y LA MAR, que dirían en
el lugar donde vivo.
Es el relato de algo que me ocurrió días
atrás, un episodio cotidiano que sin embargo me dejó una sensación mitad dulce y mitad amarga.
Sucedió una tarde cuando me dirigía a buscar mi
coche aparcado en el muelle. Unos momentos antes de llegar hasta él, había rebasado con mi paso ligero a un anciano que caminaba con las manos a la
espalda, la postura un poco encorvada y la mirada clavada en la mar. Lo conocía
de vista, pero nunca habíamos intercambiado una palabra.
Llegué a mi coche y me entretuve buscando las
dichosas llaves que, como siempre, jugaban al escondite en el fondo de mi
bolso. La brisa terca no me ayudaba mucho y se empeñaba en enroscarme el pelo alrededor
de los ojos, así que tardé un rato en encontrarlas. Cuando por fin abrí la puerta intuí por el rabillo del ojo que
alguien se me acercaba.
El anciano se dirigía hacia mí con paso acelerado.
—¿Vas p´arriba? —me preguntó haciendo un gesto
con la mano en dirección a la empinada carretera del puerto.
—Sí, a Villademar —respondí.
—¿Me subes?
—Claro —volví a contestar.
Le abrí la puerta del copiloto y se acomodó como
pudo en el interior del reducido espacio de mi pequeño coche. No era un hombre bajo, a
pesar de que la edad ya le habría rebanado algunos centímetros de estatura. Se
atusó el pelo blanco con las manos y, a través de la ventanilla,
echó un vistazo a la agitada superficie marina que mostraba montones de
borreguillos blancos cabalgando arriba y abajo las olas.
Abandonamos el aparcamiento y recorrimos el
escaso trayecto que bordea el muelle.
—Hoy bate mucho la mar —observó.
—Sí —asentí, y me percaté de que había más barcos
que de costumbre abarloados en el muelle—. Con este temporal cualquiera sale a
faenar.
—Ahora todos los temporales pillan a las lanchas
en tierra —dijo—. Con esos aparatos tan modernos siempre saben
cuándo se les va a caer el cielo encima o dónde tienen que ir para quedarse bajo capa.
Antes era otra cosa. Empecé a ir a la mar con doce años, y tengo ochenta y cinco.
Sentí un leve escalofrío. Mi hijo tiene once años
y lo único que me preocupa en estos momentos es el campamento de verano.
Giré la cabeza y lo observé de forma
intermitente, sin apenas despegar la vista de la carretera. El pelo blanquísimo y abundante contrastaba intensamente con el tono bronceado de su rostro, y todavía conservaba la piel curtida de los que reciben los temporales de frente, mirándolos a la cara.
Se volvió hacia mí durante un segundo. Me fijé en sus ojos empequeñecidos por
el tiempo. Eran de un azul vivo y limpio; serán parte de su
herencia vikinga, pensé, pues los habitantes de este pueblo, oculto a los
ojos de los navegantes, presumen de tener antepasados de origen nórdico, cuya
única evidencia es el vocabulario de la misma procedencia que se
encuentra camuflado en el dialecto local: el pixueto.
—Cuando yo empecé en la mar, las galernas te
agarraban desprevenido —me dijo—, y las pasábamos muy putas de regreso a
puerto. Al principio tenía tanto miedo que le pedía a mi madre llorando que no
me mandara más.
Me costaba imaginar a un niño pocos meses mayor
que mi hijo en la misma tesitura. El anciano percibió mi expresión
desconcertada y añadió:
—¿Qué iba a hacer, la pobre? Se necesitaba el
jornal. Mi otro hermano fue al año siguiente. Toda la vida en la mar, los dos,
y nunca aprendimos a nadar.
Volví a mirarlo con estupefacción. Ya había oído
otras veces que muchos marineros de entonces ni siquiera sabían nadar, pero no
por ello dejaba siempre de sorprenderme.
Culminamos la carretera del puerto y llegamos a
la llanura.
—Déjame aquí —anunció nada más que el coche quedó nivelado con el terreno—. Voy a casa de mi hija y quiero dar un
paseo, ya me quitaste lo peor.
Detuve el coche en la orilla y se bajó. Me
hubiera gustado que el viaje fuera un poco más largo, así habría tenido tiempo de
oír alguna historia que probablemente este viejo marino atesoraría en los rincones de la memoria.
Antes de marcharse me hizo un gesto con la mano.
Luego, sonrió.
Seguí mi camino mientras lo contemplaba por el
espejo retrovisor. Avanzaba sin prisa, pero con paso decidido y cierto vigor
aún latente en su forma de moverse. Todo eso a pesar de tantos soles, tantas lunas y tantas galernas, a pesar de transpirar salitre por los poros de la piel, de cientos, tal vez miles de
jornadas con la ropa húmeda pegada al cuerpo y el rancho justo para llevarse
a la boca.
Va a ser verdad que
son medio vikingos, me dije.
***
Dedico esta entrada a los marineros de cualquier orilla, pero especialmente a los del mar Cantábrico, ese mar que se empeña en abrazar con sus extremidades de espuma a todos los que osan hacerle frente. A los de antes, a los de ahora, a los que nunca volvieron.
Para ellos, toda mi admiración.
***
Con permiso de Triskelo os dejo estas imágenes caseras del último gran temporal en el Cantábrico. Fueron grabadas en Cudillero, y reconozco que yo no tuve el valor de colocarme tan cerca para contemplar semejante espectáculo, aunque después de ver el final del vídeo creo que hice bien en permanecer a cierta altura.
Las mejores historias son las más cercanas.
ResponderEliminarUn relato precioso. Lo comparto
ResponderEliminarMuchas gracias, me alegra que te haya gustado.
ResponderEliminarPrecioso relato
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