martes, 29 de octubre de 2013

SONRISAS DE ARENA



Enol y Jamal
Jamal tenía ocho años recién cumplidos cuando viajó a España procedente de Tinduf. Era la primera vez que abandonaba los campamentos de refugiados, que dejaba atrás la arena del desierto y el sol implacable de los meses de verano. 

Estaba tan asustado que apenas pudo contener las lágrimas. Se las limpié con la mano y le sonreí para transmitirle un poco de confianza. No me impresionó su aspecto; ya me lo esperaba. Lo que sí me sorprendió fue la cantidad de arena que podía albergar un cuerpo tan pequeño. Era gruesa, de color albero, y llegó a teñir el agua de la bañera de un color intenso. 

Estaba tan cansado que se durmió casi al instante, y lamenté mucho tener que despertarlo cuando su padre primero y su madre después, lo llamaron por teléfono. Entonces escuché por primera vez su tono de voz infantil y la cadencia de su idioma.
Me hubiera gustado hablar con su madre; era fácil ponerse en su lugar e imaginar su preocupación. Seguro que llevaba tiempo preguntándose cómo sería la familia con la que su hijo pasaría esos dos meses, si le tratarían bien, si respetarían sus costumbres. Quería decirle que estuviera tranquila, que cuidaríamos de Jamal como si fuera nuestro propio hijo. 

La única comunicación con su familia fue a través de una joven prima que pasaba el verano en Barcelona. Gali hablaba español bastante bien y con ella me enteré de detalles relevantes del pequeño saharaui que habíamos acogido en nuestra casa.
Jamal había venido engañado.
 
–Jamal no quiere ir España  –me dijo su prima la primera noche-. Él siempre con su madre todos sitios. Yo dije Jamal: no preocupes yo voy buscar Jamal en España y volvemos Sahara.

Las consecuencias de esta promesa las sufriríamos durante la primera semana de Jamal con nosotros.
A la mañana siguiente, cuando despertó, echó un vistazo a la habitación. Dormía en el mismo cuarto que nuestro hijo porque sabía que no les gusta dormir solos. Sus ojos estaban tristes y recuerdo que se quedó mirando fijamente un mapa de España que adornaba las paredes del dormitorio y que mi hijo utilizaba para aprenderse las comunidades autónomas.
Jamal no hablaba español pero sabía nombrar muchos lugares. Entonces me preguntó, señalando el mapa:

–¿Barselona?
–Aquí -dije colocando el dedo sobre la ciudad condal.
–¿Asturia?
–Aquí -volví a responder desplazando el dedo hacia el oeste.
–¿Castilla Mancha? ¿Castilla Lon?

Fui respondiendo a todo su interrogatorio, que pasó por las principales provincias y comunidades. Entonces sus ojos se fijaron en una pequeña maqueta de avión que reposaba en una estantería. Se dirigió hacia allí y la cogió. Luego se acercó de nuevo al mapa.
Situó el avión sobre Barcelona, pronunció el nombre de su prima Gali y viajó imaginariamente hasta Asturias. Allí el avión de juguete volvió a hacer una parada corta para recogerse a sí mismo, y por fin el avión voló por la habitación mientras el niño pronunciaba el nombre mágico.
–Sahara.
Ya me había explicado lo que quería hacer.
Esa misma mañana, Jamal se colocó su pequeña mochila a la espalda y se parapetó en la puerta.
–Gali –repetía cuando trataba de hablar con él.
Tardó mucho en comprender que su prima no vendría a buscarlo. Fueron unos días de llantos, rabietas desesperadas, gritos y brazos alzados al cielo implorando a su Dios.
–¡España, no! -gritaba a pleno pulmón–. ¡Sahara! ¡Sahara!
No hacían falta más palabras.

Fue otro niño saharaui, que llevaba varios años veraneando en España, quien le hizo comprender que  pasaría el verano con nosotros y que intentara disfrutar y aprovechar el tiempo.
Entonces Jamal se relajó. Hasta que una segunda preocupación desplazó a la primera. El jalufo.
Cada vez que se sentaba a la mesa, la misma pregunta:

–¿Jalufo?
–Pollo –decía yo,  y movía los brazos como si fueran alas.
Si le ponía pescado:
–¿Jalufo?
Si le ofrecía cordero:
–¿Jalufo?
Si le daba un yogur:
–¿Jalufo?

Hasta que le rogué a su prima que le explicara que yo no  iba a darle cerdo, y que podía comer tranquilo.
Fue mano de santo, porque  Jamal empezó a comer como si su pequeño estómago no tuviera fondo.
Los reconocimientos médicos fueron otro asunto peliagudo. Tenía terror a las agujas, y fueron necesarios dos intentos, en días distintos, y un equipo entero de enfermería para poder extraerle la sangre. Cuando salimos a la calle, después del pinchazo, se desmayó, y tuvimos que volver a meterlo en el centro. 
La consulta del dentista merecería un relato aparte.
Su problema de salud más importante resultó ser una Solitaria, una lombriz en el intestino que hubo de ser tratada con un medicamento que llegó desde la farmacéutica en Alemania, ya que en España ya no suelen verse estas tenias en la población. Nada grave.

Al principio, a Jamal todo le sorprendía. Nunca había visto una escalera, una ducha, una lavadora. Tuvo que aprender a usar el baño, a dormir en la cama sin caerse,  a cruzar una carretera, a interpretar un semáforo. Descubrió la inmensidad del mar, la belleza de los ríos, la amplitud de los centros comerciales, la mega pantalla del cine, lo divertido que es la piscina, que no todos los perros son salvajes y que las ortigas pican como el demonio.

Después de la primera semana ya comprendía gran parte de lo que le decíamos, y en quince días ya se comunicaba bastante bien. Fue algo sorprendente. Al final del verano, cuando su dominio del idioma era asombroso, Jamal me habló de su tierra, de su desierto querido Me contaba lo que hacía en la escuela, y que a veces se ocupaba de las cabras de su tía. Decía que su padre no tenía coche, y que su madre tampoco. Me enteré casi al final de que  Mojama, a la que nombraba a menudo, era en realidad su hermano Mohamed.

Reconozco que fue el verano más intenso de nuestras vidas. Para nuestro hijo tampoco fue fácil. Tenía la misma edad que Jamal, y de repente tuvo que hacerle hueco a un niño desconocido al que los adultos prestábamos demasiada atención. Tuvo que compartir su cuarto, sus juguetes, su ropa, el cariño de sus padres y, para colmo, Jamal resultó ser un crack con el balón, que además lanzaba piedras como nadie y que casi siempre ganaba a las Tres en Raya. Jugaban, discutían, se peleaban, hacían las paces… Y vuelta a jugar, a discutir, a pelear... y así todo el verano.

Todo el mundo me decía que después de dos meses en España muchos niños no quieren volver al desierto. Otros opinaban que en este lado del mundo les creamos unas necesidades que hasta entonces no tenían. Pero lo que yo vi el día de la despedida fue algo bien distinto. Los niños volvían a su casa, daba igual que su hogar estuviera en una jaima en el desierto. Volvían con sus familias cargados de buenos recuerdos, con las maletas repletas de regalos y cosas útiles. Marchaban orgullosos y deseando encontrarse con los suyos. Pero lo más importante de todo es que habían pasado dos meses alimentándose correctamente y respirando un aire libre de arena. Los reconocimientos médicos paliaron sus carencias, tanto alimenticias como oftalmológicas o dentales. Volvían fuertes para que sus pequeños cuerpos resistieran mejor un año más en los campamentos.

El gobierno intenta redimir de esta forma sus errores del pasado.    


Ayer me acordé de Jamal, como tantos días. Su sonrisa forma parte de nosotros, de la misma forma que nosotros formaremos parte de sus recuerdos para siempre.

11 comentarios:

  1. Me has emocionado con la historia de Jamal.

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  2. ¿No puedes tener a Jamal cada verano, Mayte? Otras familias españolas sí lo hacen, por lo poco que sé... A mí también me encantaría hacer algo así, pero si fuera solo por un verano, me rompería el corazón. Por otro lado, me da mucha pena que engañaran a Jamal al principio, con solo ocho añitos... Yo la primera vez que pasé el verano sola en el extranjero tenía quince años y lloré por la noche antes de dormirme, y eso que nadie me engañó.

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    1. Carmen, cuando decides acoger a un niño saharaui debes ser consciente de que necesitarás dedicación plena. El verano que Jamal pasó con nosotros yo pude dedicarle todo el tiempo. Se dieron las condiciones adecuadas. Tengo varias amigas que acogen niños saharauis. Unas repiten año tras año, y otras lo hacen cuando pueden. Pero eso es mejor que no hacer nada, porque hay niños que se quedan sin familia, más en estos tiempos de crisis. Los ayuntamientos y comunidades autónomas ya no pueden seguir costeando los 600€ que cuesta de media el billete de avión de cada niño. En 2008 vinieron 9.000 niños a España y este año fueron menos de 5.000.
      Jamal vino en 2010 y ya se notaba la falta de familias. Hay que comprarles ropa y calzado porque vienen con lo puesto, y si llegan con la boca destrozada, como fue el caso de un niño que trajo una amiga, tienes que pensar si puedes asumir los costes de un dentista, porque, aunque hay convenios con la S.S, en este caso no le hicieron casi nada.
      Yo me enteré de que se necesitaban familias y no me lo pensé dos veces, sin plantearme si al año siguiente podría volver a hacerlo. Ojalá todos pudiéramos dedicarles aunque fuera un solo verano, porque eso significaría que ningún niño se quedaría en el desierto en los meses más duros. Pero a muchos la responsabilidad les abruma. Y lo entiendo. Hay que estar muy pendiente de ellos, no reconocen los peligros de nuestro mundo. Tienen que aprenderlo TODO. Jamal no subía bien las escaleras, y menos aún las bajaba, no se dan cuenta de lo peligroso que puede ser un enchufe, por ejemplo. Son tantas cosas. Pero, con todo ello, es una experiencia muy gratificante.
      Al verano siguiente de estar con nosotros, Jamal no se quedó en el desierto. Vino con una familia que no tenía hijos y que acogió a dos niños. Fuimos a verlo varias veces y le llevamos regalos. También él nos había traído regalos de su familia, porque sabía que nos volvería a ver. Era un niño muy nervioso y creo que fue bueno para él estar acompañado todo el tiempo de otro niño saharaui.
      Cuando pueda pienso repetir la experiencia.
      Y si lo estás pensando, Carmen, yo te animaría. Si puedes un verano, pues uno, si puedes todos, mejor. El caso es hacer algo por ellos.
      Cualquier duda que tengas sobre las asociaciones de ayuda al pueblo saharaui, que son quienes lo gestionan, no dudes en preguntarme.
      Un abrazo.

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    2. Hay que ser muy generosa para acoger a un niño saharahui. Yo lo he pensado muchas veces y nunca me he decidido porque siempre surgen cosas que hacer en esos meses de verano. En pocas palabras, por puro egoísmo. En tu precioso relato se entrelee el gran esfuerzo que hiciste para integrarlo en tu familia y que se sintiera bien.
      Yo te agradezco tu generosidad y la sencillez con que cuentas la proeza, porque fue eso, una proeza de las más importantes, de las que de verdad sirven para mejorar las vidas. En tu caso, con tu esfuerzo y el de tu familia, quitasteis muchos granitos de arena del desierto de Jamal aunque fuera por pocos meses. Supongo que seréis un recuerdo imborrable para él; los habitantes de otra galaxia que le obligaron a conocer un mundo extraño.
      Me ha encantado leerte, Mayte.

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  3. Muchas gracias por tu opinión Carmen, la valoro mucho. Un abrazo.

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  4. El otro día pasamos por el Tragamón y nos acordamos de cuando estuvimos juntos ese verano, Henar se acordaba del "no gol" de Jamal. Me alegro mucho de haber compartido algunos dias de ese verano con vosotros. La primera vez que vi a Jamal llevaba pocos dias aqui, parecia triste, luego ya fué cambiando según avanzó el verano.
    Me ha gustado mucho leerte Mayte. Un abrazo.

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    1. ¿Te acuerdas, Cristina? Después de todos los momentos difíciles, también los hubo muy divertidos. Lo pasamos bien. Un abrazo.

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    2. Y es verdad, a Jamal no le gustaba nada que le marcaran un gol. Se lo tomaba muy en serio. :-))

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  5. Impactante historia. Conocía casos cercanos con niños rusos y ucranianos, pero no saharauis.
    Gracias por contarlo.

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