Enol y Jamal |
Estaba tan asustado que apenas
pudo contener las lágrimas. Se las limpié con la mano y le sonreí para transmitirle un poco de confianza. No me impresionó su aspecto; ya me lo esperaba. Lo
que sí me sorprendió fue la cantidad de arena que podía albergar un cuerpo tan
pequeño. Era gruesa, de color albero, y llegó a teñir el agua de la bañera
de un color intenso.
Estaba tan cansado que se durmió casi al instante, y
lamenté mucho tener que despertarlo cuando su padre primero y su madre después,
lo llamaron por teléfono. Entonces escuché por primera vez su tono de voz
infantil y la cadencia de su idioma.
Me hubiera gustado hablar con su
madre; era fácil ponerse en su lugar e imaginar su preocupación. Seguro que llevaba tiempo preguntándose cómo
sería la familia con la que su hijo pasaría esos dos meses, si le tratarían
bien, si respetarían sus costumbres. Quería decirle que estuviera tranquila,
que cuidaríamos de Jamal como si fuera nuestro propio hijo.
La única comunicación con su
familia fue a través de una joven prima que pasaba el verano en Barcelona. Gali
hablaba español bastante bien y con ella me enteré de detalles relevantes del
pequeño saharaui que habíamos acogido en nuestra casa.
Jamal había venido engañado.
–Jamal no quiere ir España –me dijo su prima la primera noche-. Él
siempre con su madre todos sitios. Yo dije Jamal: no preocupes yo voy buscar
Jamal en España y volvemos Sahara.
Las consecuencias de esta promesa
las sufriríamos durante la primera semana de Jamal con nosotros.
A la mañana siguiente, cuando
despertó, echó un vistazo a la habitación. Dormía en el mismo cuarto que nuestro hijo porque sabía que no les gusta dormir solos. Sus ojos estaban tristes y
recuerdo que se quedó mirando fijamente un mapa de España que adornaba las
paredes del dormitorio y que mi hijo utilizaba para aprenderse las comunidades
autónomas.
Jamal no hablaba español pero sabía nombrar muchos lugares. Entonces me preguntó, señalando el mapa:
–¿Barselona?
–Aquí -dije colocando el dedo
sobre la ciudad condal.
–¿Asturia?
–Aquí -volví a responder
desplazando el dedo hacia el oeste.
–¿Castilla Mancha? ¿Castilla Lon?
Fui respondiendo a todo su
interrogatorio, que pasó por las principales provincias y comunidades. Entonces
sus ojos se fijaron en una pequeña maqueta de avión que reposaba en una
estantería. Se dirigió hacia allí y la cogió. Luego se acercó de nuevo al mapa.
Situó el avión sobre Barcelona,
pronunció el nombre de su prima Gali y viajó imaginariamente hasta Asturias. Allí el
avión de juguete volvió a hacer una parada corta para recogerse a sí mismo, y
por fin el avión voló por la habitación mientras el niño pronunciaba el nombre
mágico.
–Sahara.
Ya me había explicado lo que quería hacer.
Esa misma mañana, Jamal se colocó
su pequeña mochila a la espalda y se parapetó en la puerta.
–Gali –repetía cuando trataba de hablar con él.
Tardó mucho en comprender que su
prima no vendría a buscarlo. Fueron unos días de llantos, rabietas
desesperadas, gritos y brazos alzados al cielo implorando a su Dios.
–¡España, no! -gritaba a pleno
pulmón–. ¡Sahara! ¡Sahara!
No hacían falta más palabras.
Fue otro niño saharaui, que llevaba
varios años veraneando en España, quien le hizo comprender que pasaría el verano con nosotros y que intentara disfrutar y
aprovechar el tiempo.
Entonces Jamal se relajó. Hasta
que una segunda preocupación desplazó a la primera. El
jalufo.
Cada vez que se sentaba a la mesa,
la misma pregunta:
–¿Jalufo?
–Pollo –decía yo, y movía los
brazos como si fueran alas.
Si le ponía pescado:
–¿Jalufo?
Si le ofrecía cordero:
–¿Jalufo?
Si le daba un yogur:
–¿Jalufo?
Hasta que le rogué a su prima que le explicara que yo no iba a
darle cerdo, y que podía comer tranquilo.
Fue mano de santo, porque Jamal empezó
a comer como si su pequeño estómago no tuviera fondo.
Los reconocimientos médicos
fueron otro asunto peliagudo. Tenía terror a las agujas, y fueron necesarios dos intentos, en
días distintos, y un equipo entero de enfermería para poder extraerle la
sangre. Cuando salimos a la calle, después del pinchazo, se desmayó, y tuvimos que volver a meterlo en el centro.
La consulta del dentista merecería un relato aparte.
Su problema de salud más importante resultó ser una Solitaria, una lombriz en el intestino que hubo de ser tratada con un medicamento que llegó desde la farmacéutica en Alemania, ya que en España ya no suelen verse estas tenias en la población. Nada grave.
Al principio, a Jamal todo le sorprendía. Nunca
había visto una escalera, una ducha, una lavadora. Tuvo que aprender a usar el
baño, a dormir en la cama sin caerse, a
cruzar una carretera, a interpretar un semáforo. Descubrió la inmensidad del mar,
la belleza de los ríos, la amplitud de los centros comerciales, la mega
pantalla del cine, lo divertido que es la piscina, que no todos los perros son
salvajes y que las ortigas pican como el demonio.
Después de la primera semana ya
comprendía gran parte de lo que le decíamos, y en quince días ya se comunicaba bastante bien. Fue algo sorprendente. Al final del verano, cuando su dominio del idioma era asombroso, Jamal
me habló de su tierra, de su desierto querido Me contaba lo que hacía en la
escuela, y que a veces se ocupaba de las cabras de su tía. Decía que su padre
no tenía coche, y que su madre tampoco. Me enteré casi al final de que Mojama, a la que nombraba a menudo, era en
realidad su hermano Mohamed.
Reconozco que fue el verano más
intenso de nuestras vidas. Para nuestro hijo tampoco fue
fácil. Tenía la misma edad que Jamal, y de repente tuvo que hacerle hueco a un
niño desconocido al que los adultos prestábamos demasiada atención. Tuvo que compartir
su cuarto, sus juguetes, su ropa, el cariño de sus padres y, para colmo, Jamal
resultó ser un crack con el balón, que
además lanzaba piedras como nadie y que casi siempre ganaba a las Tres en Raya.
Jugaban, discutían, se peleaban, hacían las paces… Y vuelta a jugar, a
discutir, a pelear... y así todo el verano.
Todo el mundo me decía que
después de dos meses en España muchos niños no quieren volver al desierto. Otros
opinaban que en este lado del mundo les creamos unas necesidades que hasta
entonces no tenían. Pero lo que yo vi el día de la despedida fue algo bien
distinto. Los niños volvían a su casa, daba igual que su hogar estuviera en una
jaima en el desierto. Volvían con sus
familias cargados de buenos recuerdos, con las maletas repletas de regalos y
cosas útiles. Marchaban orgullosos y deseando encontrarse con los suyos. Pero
lo más importante de todo es que habían pasado dos meses alimentándose correctamente y
respirando un aire libre de arena. Los reconocimientos médicos paliaron sus
carencias, tanto alimenticias como oftalmológicas o dentales. Volvían fuertes
para que sus pequeños cuerpos resistieran mejor un año más en los campamentos.
El gobierno intenta redimir de
esta forma sus errores del pasado.
Ayer me acordé de Jamal, como
tantos días. Su sonrisa forma parte de nosotros, de la misma forma que nosotros
formaremos parte de sus recuerdos para siempre.