viernes, 16 de mayo de 2014

EL NIÑO LLAVE

La llave siempre se atascaba un poco, pero Mateo sabía exactamente el movimiento que debía hacer su mano para lograr abrir la puerta. A sus ocho años se sentía un niño importante porque ninguno de sus amigos llevaba encima, como él, la llave de su casa. Cerró la puerta con un eficaz movimiento de su pierna y caminó hasta la entrada del salón. Tiró a un lado la mochila, que pesaba como una roca, y se dirigió al cuarto de baño. Se lavó las manos con abundante jabón porque su madre le recordaba con frecuencia que «sin jabón no vale» y que además solo con agua «no sale toda la porquería». Cuando terminó, se dirigió a la cocina tarareando una canción sobre una gallina que creía ser un pavo real. La había cantado en clase de la señorita Isabel y no había conseguido despegársela de la lengua durante toda la mañana. Él no entendía cómo una gallina no podía darse cuenta de que no era un pavo real, a menos que fuera la gallina más boba del universo.
Abrió el microondas, que reposaba encima de la encimera de la cocina, y chasqueó la lengua; otra vez su madre se había olvidado de preparar la comida. Rezongando, se dirigió al frigorífico pensando que tal vez habría quedado algún resto de la cena, y compuso un gesto de desilusión al descubrir que el interior del enorme electrodoméstico estaba más vacío que su hucha con forma de hipopótamo.  Resignado, arrastró una silla hasta el armario donde guardaban las galletas, cogió un paquete y luego se sirvió un vaso de leche.
Mateo se acomodó en el sofá y sintonizó en la televisión sus dibujos favoritos. Mientras masticaba con fruición no se quitaba de la cabeza que pronto llegaría su hermana. Y eso significaba problemas. No solo porque Fanny fuera tonta de remate sino porque, sin nada para comer, se pondría furiosa y la tomaría con él. Desde que tenía novio, que aún era más tonto que ella y que se llamaba el Chuki, se había vuelto una mandona insoportable y se creía con derecho a regañarlo por todo. Por eso siempre era mejor quitarse de en medio cada vez que volvía del instituto.
Después de saciar el hambre, se quedó dormido viendo la televisión, y soñó con gallinas de enormes plumas que, en vez de cacarear, emitían ese glugluglú extraño de los pavos que les costaba tanto reproducir cuando jugaban a imitar animales.
El ruido del ascensor interrumpió su sueño y se despertó sobresaltado. Por suerte, no solía tardar mucho en espabilarse. Apagó el televisor y se refugió en su dormitorio. Pero entonces se dio cuenta de que había dejado la mochila a la entrada del salón. El corazón se le aceleró mientras corría a toda prisa para recogerla. Luego, poniendo a prueba su agilidad, regresó a su cuarto, sacó los libros de la mochila y se sentó frente al escritorio antes de que Fanny entrara como siempre a asustarle con su cara de «niña del surfista». Le constaba que había estado ensayando delante del espejo su expresión más aterradora solo con la intención de amedrentarlo. Mateo no sabía quién era ese surfista, pero su hija le daba mucho miedo, sobre todo cuando Fanny ponía aquella sonrisa horrible y abría tanto los ojos que parecía que se le fueran a caer al suelo. Un día, su hermana le contó que la niña era capaz de bajar las escaleras mientras hacía el pino puente. Él le respondió que eso era imposible y entonces ella se lo mostró en el ordenador, y le dijo que podía hacerlo porque estaba poseída por el demonio. Fue lo más terrorífico que Mateo había visto nunca. Sintió tanto miedo que mojó la cama durante tres noches seguidas y, para colmo, su madre lo amenazó con ponerle  pañales si volvía a suceder.
Odiaba a Fanny cuando se empeñaba en asustarlo, porque la mayoría de las veces lo conseguía.
Escuchó el ruido de la cerradura al abrirse y se afanó en aparentar que hacía los deberes, aunque, en realidad, nada estaba más lejos de su intención. Sus compañeros de clase le decían lo afortunado que era porque su madre nunca revisaba sus tareas, y todos, absolutamente todos, se quejaban de lo pesadas que se ponían las madres para que acabaran a tiempo los deberes. Era una suerte que la suya nunca tuviera tiempo de ser una pesada. Tampoco lo tenía para acudir a las entrevistas que la señorita Isabel insistía en tener con ella. Y esa era la mayor suerte del mundo porque de esta forma nunca se enteraba de sus travesuras.
La risa se le cortó de golpe cuando vio asomar tras la puerta la cabeza de su hermana. La expresión de su cara le llamó la atención. Parecía estar contenta y eso era algo que pocas veces ocurría. Mateo comprendió su actitud risueña cuando, por encima de la cabeza de Fanny, asomó otra cabeza más grande y fea. Se había traído al Chuki a casa, otra vez, y eso quería decir doble ración de problemas. Él le dijo: «Qué pasa, canijo», y después cerraron la puerta. Mateo respiró aliviado; con el Chuki en casa a su hermana se le quitaba el hambre y no se pondría hecha un basilisco por no tener nada para comer.
Pensando en cómo entretenerse, se acercó al cesto de rejilla que había al lado del escritorio y levantó la tapa. Allí guardaba, revueltos, sus juguetes más pequeños. Metió los brazos hasta el codo y registró su interior con dificultad. Sabía que no podía volcar su contenido sobre el piso; esa era una norma que había aprendido a cumplir de forma dolorosa. Quería encontrar los muñequitos de Playmovil para intentar recomponerlos. La última vez que había jugado con ellos, uno estaba cojo, otro manco, dos estaban calvos, y a su preferido, el pirata «pata palo», le faltaba la cabeza.  Fue una tarea agotadora, como cuando su tía Consuelo les dijo un día, a él y a su primo Edu, que Toby tenía pulgas. Los dos se afanaron en buscarlas entre el pelaje espeso y rizado del animal, y,  al final, después de un tiempo que a Mateo le pareció interminable, solo le habían encontrado una pulga.
Logró recomponer todos los muñecos, excepto el pirata, cuya cabeza parecía haberse desintegrado. Sospechó que Fanny pudiera tener algo que ver con ello; después de todo, él le había arrancado una pierna a su Barbie, y esperaba desde hacía días un contraataque. No le dolió perder la cabeza del pirata; le dolió la traición. Él había confesado su fechoría y le había devuelto la pierna, y lo justo era que ella reconociera su venganza y le devolviera la cabeza.
Estaba maquinando la revancha cuando notó unos molestos retortijones. Esto lo puso nervioso, porque para entrar en el baño tenía que atravesar el pasillo y pasar cerca del salón, y en esos momentos era lo último que deseaba hacer. Su hermana le había dejado claro desde la primera vez que, cuando el Chuki estaba en casa, tenía Terminantemente Prohibido Asomar Las Narices Por El Salón. Y esa no era una norma; era una ley. Por eso siempre permanecía encerrado en su dormitorio hasta que escuchaba el ruido de la puerta cuando él se marchaba.
Decidió aguantarse las ganas, pero al cabo de un minuto se dio cuenta de que no podía seguir apretando el trasero. Entonces se aventuró a salir con mucho sigilo. Abrir la puerta sin que hiciera ningún ruido requirió una buena dosis de destreza. Atravesó el pasillo de puntillas y, cuando llegó frente a la entrada del salón, se atrevió a asomar un poco la cabeza, lo justo para ver al Chuki y a su hermana tirados en el sofá dándose muchos besos y toqueteándose por todas partes. Era la primera vez que los veía hacer eso, y le dio mucho asco. A decir verdad, pensó que era la cosa más asquerosa de cuantas cosas asquerosas podía verbalizar, incluida la vez que  Paula había vomitado el desayuno en medio de la clase, y eso sí que había sido asqueroso.
La visión de su hermana besándose con el Chuki le produjo un involuntario espasmo de grima, aunque la parte positiva era que, tan ocupados como estaban, no se darían cuenta de su presencia.
Mientras aliviaba la urgencia de su cuerpo, sentado en el trono, juró que él nunca tendría una novia. Cuando fuera mayor se dedicaría a viajar por el mundo y a cazar gallinas. 
Por tontas.
A punto estuvo de apretar el botón de la cisterna. Pero se detuvo a tiempo; no podía hacer tanto ruido o Fanny sabría que estaba allí. Pensó con rapidez cómo podía librarse de «aquello» y resolvió coger el cubo de la fregona, que contenía agua sucia, y vaciarlo despacio en el inodoro.  
Volvió a su habitación con el mismo sigilo. Una vez a salvo y ya más tranquilo, encendió el televisor. Su abuelo se lo había regalado por navidad y era tan viejo y pequeño como él, que era el hombre más viejo que conocía, pero aún funcionaba muy bien. Con el mando a distancia comenzó a saltar de un canal a otro, buscando algo que le pudiera interesar. Reconoció entonces la imagen de un futbolista de primera división. Dejó a un lado el mando y escuchó la noticia. Al parecer la policía lo había detenido por pegarle a su novia. Mateo arrugó la nariz y pensó que los mayores eran unos exagerados; a él su madre y su hermana le sacudían todos los días y no se le ocurría llamar a la policía. Incluso a veces le pegaban en la calle, y a nadie parecía importarle.
Que le pegara su madre lo veía normal, porque según decía ella: «Yo te he parido». Además, tenía que admitir que a veces se portaba mal y no le hacía ningún caso. Pero, hasta donde él sabía, su hermana no había tenido nada que ver en su nacimiento, y le chinchaba, y mucho, que le pusiera las manos encima. Así que más de una vez se había atrevido a devolverle los golpes, y le endiñaba unas patadas que ya quisiera Dani, que era el mejor jugando al fútbol de la escuela, arrearle a la pelota con la misma fuerza. Claro que después de esto su hermana podía pasarse hasta una semana entera portándose con él como un perro rabioso.
Encontró muy injusto que solo se pudiera pegar a los niños, y no entendía por qué a la policía le preocupaba tanto que un adulto pegara a otro, a menos que fuera porque ellos también eran adultos y se defendían los unos a los otros como él defendía a sus amigos de la escuela.
Se animó pensando que cuando fuera mayor nadie podría pegarle, y se dijo que si alguien se atrevía a hacerlo, la policía iría a buscarlo y lo metería en la cárcel. Aunque para eso todavía faltaba mucho tiempo.
Después de estas reflexiones, Mateo olvidó pronto al futbolista y a su novia y continuó haciendo zapping, pero todos los episodios de dibujos eran repetidos. Apagó el aparato y deambuló por el dormitorio buscando algo para entretenerse. Volvió a sentarse en la silla, frente al escritorio, y observó las paredes.  Su madre las había pintado hacía unos meses, y eran tan blancas como su traje de comunión. No le gustaban las paredes blancas. Habría preferido que su cuarto fuera verde, o azul, o incluso de dos colores como el cuarto de Quique. Lo había visto una vez, a principios de curso, cuando Quique lo invitó una tarde a merendar. Fue la primera y la única vez que su madre lo dejó quedarse en casa de un amigo. Quique tenía un dormitorio muy bonito, pintado a dos colores, con muchas fotografías de su familia en las paredes donde todos reían enseñando mucho los dientes. También tenía un póster gigante de los Invizimals que le fascinó
Lo habían pasado genial jugando juntos y se habían puesto morados a bollos de chocolate, pero después de aquel día su madre nunca lo dejó volver, y no fue por falta de insistencia por su parte, pues se lo había pedido cada día durante las dos semanas siguientes. Al final consiguió varias collejas y un tirón de pelo, así que nunca más insistió.
Aburrido, abrió el cajón de su escritorio y rebuscó entre un montón de cachivaches. Encontró unos rotuladores y unas ceras que hacía mucho que no usaba. Comenzó a pensar que tal vez podía mejorar él mismo el aspecto de su habitación. Recordaba haber protestado hasta el infinito mientras su madre, rodillo en mano, cubría de blanco las paredes que hasta entonces habían sido de color rosa. Su hermana había ocupado el dormitorio hasta que él nació. Esa fue toda su herencia; un dormitorio rosa con una lámpara rosa y unas cortinas con diminutas flores rosas. Se ponía rojo de ira cada vez que se acordaba. Para Mateo, el rosa era el color más repelente de todos, y  jamás de los jamases lo usaba en sus dibujos. Muchas veces se había sentido abatido por esta cuestión, porque nunca se había atrevido a invitar a sus amigos a casa para que no vieran el aspecto de su habitación. Cuando su madre decidió renovar la decoración de su cuarto, Mateo dio saltos de alegría. Aunque su entusiasmo no duró mucho, el tiempo que tardó en descubrir los botes de pintura. El color blanco le parecía tan aburrido como un televisor apagado, pero su madre zanjó la cuestión, sin posibilidad de réplica, alegando que el color blanco era el más barato. 
Y cuando ella hablaba de dinero, era inútil protestar. Siempre el dinero, pensaba Mateo; esa era la principal preocupación de los mayores. Si el dinero era tan importante por qué  no fabricaban más y lo repartían entre los que tenían menos. Le parecía una solución sencilla, y le constaba, porque lo había aprendido en la escuela, que el dinero se hacía en una fábrica, como cualquier otra cosa.
Definitivamente, los mayores no eran tan listos como ellos se creían.
Pero él había tenido una idea, y pensaba aprovecharla. Se le daba bien pintar, o al menos eso le decía la señorita Isabel cuando miraba sus dibujos.  De modo que, con absoluta decisión, extrajo las pinturas del cajón y se dirigió a la pared más vacía de las cuatro.
Se paró un instante a pensar en lo que podría dibujar y recordó la habitación de su amigo; le habían gustado mucho aquellas fotografías donde todos reían. Él no tenía fotos así con su familia, es más, ni siquiera estaba seguro de que su hermana y su madre tuvieran tantos dientes como los que mostraban las fotografías de Quique; ellas nunca sonreían con la boca tan abierta, así que le era imposible saberlo.
Se dio cuenta de que no podía llenar todas las paredes de color; no tenía tantas ceras ni rotuladores para esa tarea, pero sí podría pintar a su familia.
Empezó por el retrato de su madre. Se concentró en ella durante un buen rato, y una vez que compuso la imagen en su cabeza se atrevió a dibujar el pelo. Notó que la mano le temblaba un poco. No sabía bien por qué, pero le incomodaba sobremanera porque su pulso no era firme. Tenía miedo de no hacerlo bien, y de que su madre se pusiera hecha una furia si estropeaba las paredes con unos dibujos horribles. 
Sin embargo, Mateo estaba seguro de su talento. Respiró hondo varias veces y el temblor de la mano desapareció. Más relajado, pensó en el vestido que ella solía ponerse en ocasiones especiales y que le sentaba tan bien. Cada vez que Mateo la veía así vestida se sentía muy orgulloso. Le parecía más guapa y sonriente de lo habitual, y le entraban ganas de abrazarla, aunque se contenía. Una vez, no había podido reprimirse y se había lanzado a sus brazos. Sabía que su madre no era de las que besaban y abrazaban, y, realmente, no sabía por qué se había dejado llevar así; parecía como si las emociones de ella fueran contagiosas y le hicieran perder el control sobre sus propios sentimientos. Daba igual si reía o lloraba, él reaccionaba de la misma forma.
Totalmente entregado a la tarea, intentó reproducir el vestido lo mejor que pudo, con mucho cuidado. Le habría gustado poder echarle un vistazo para asegurarse de que lo estaba haciendo bien, pero ya había tentado una vez a la suerte saliendo de la habitación y no entraba en sus planes volver a hacerlo. Tendría que fiarse de su instinto.
Mientras pintaba, pensó en que era viernes. Mateo torció el gesto y mudó la expresión. Era el día en que a su madre le entraba mucha sed, y eso era algo que no entendía en absoluto. Una vez había escuchado a Concha, la vecina del tercero, decirle a Julia, la vecina del cuarto, que Pepa bebía mucho desde que su marido la había abandonado. 
Concha no se enteraba de nada, pensó Mateo en aquel momento. Su padre no los había abandonado, trabajaba muy lejos y no podía venir a casa. El abuelo se lo había dicho un día, y la señorita Isabel decía que las personas mayores eran las más sabias. Además, a su madre no le entraba sed porque su padre se hubiera marchado, pues les habría entrado sed a todos a la vez, y eso solo le ocurría a ella.
Cuando su madre se mostraba sedienta, podían pasar muchas cosas. Unas buenas: que lo abrazara durante mucho rato y no lo soltara hasta que se quedaba dormida en el sofá, y otras malas, como cuando la emprendió a golpes con él y con su hermana mientras les gritaba que su padre se había marchado por su culpa. Oír aquello lo había puesto furioso. No era verdad, y  a punto estuvo de marcar el teléfono del abuelo para que se lo explicara. Mateo no entendía por qué su madre decía aquellas cosas horribles, que a él lo sacaban de quicio y a Fanny la hacían llorar como un bebé. 
Cuando se quiso dar cuenta, ya había terminado de pintarla. Se separó de la pared y observó el resultado desde la distancia. Le había quedado muy bien; su madre tenía un aspecto fenomenal, con una sonrisa enorme y unos dientes bien grandes y bien blancos.
Permaneció unos minutos pensativo; no sabía a quién dibujar ahora. Por un momento se le pasó por la cabeza prescindir de Fanny, pero después se dijo que un dibujo de la familia sin todos sus miembros no tenía mucho sentido, y aunque más de una vez había imaginado que esa «cara de repollo podrido» no podía ser en verdad de su misma familia, lo cierto era que Fanny había nacido en casa, igual que él, y eso los convertía irremediablemente en hermanos.
Resolvió pintarla, pero lo haría  más tarde. Primero se dibujaría a sí mismo. La tarea le pareció sencilla porque se conocía a la perfección. Eso sí, se pintaría una ropa más moderna que la suya, que ya estaba muy gastada.  Recordó una camiseta que había visto en una tienda del barrio; tenía un dibujo genial de su juego favorito para la consola. Le había rogado a su madre que se la comprara como adelanto de su cumpleaños, pero esta le respondió que con lo que costaba la camiseta tenía para comprar comida toda la semana. Aquel día Mateo llegó a casa y no cenó, tampoco comió al día siguiente. Intentó hacer un pacto con su madre por el cual él dejaba de comer durante unos días si con el dinero ahorrado le compraba la camiseta. Como respuesta recibió un manotazo en el brazo que aún le resquemaba.
Pero ahora podría retratarse con la camiseta que tanto le gustaba, y encima gratis.
Se esmeró especialmente en reproducir la imagen de un dragón rojo sobre un fondo azul marino, aunque esta vez el resultado no le produjo demasiada satisfacción. Tuvo que admitir que pintar dragones no era lo suyo y reconoció que más que un dragón aquello parecía un pollo grande con escamas. En compensación, se dibujó una boca enorme, cuya sonrisa sobresalía un poco de los límites de la cara.
Sin darse a penas cuenta comenzó a dibujar a su padre. Hacía mucho que no lo veía pero su hermana guardaba en su dormitorio una fotografía suya, y él la había mirado muchas veces. Lo dibujó con extremo cuidado mientras traía a la memoria los pocos recuerdos que le quedaban de él. Se acordó de aquella vez que todos fueron a la playa. ¿O había sido al río? No lo recordaba. Y eso lo entristeció. Le dio miedo pensar que si no volvía pronto ya no le quedarían recuerdos de las cosas que habían hecho juntos.
Replegado en sus pensamientos, perdió la concentración en el dibujo, y cuando quiso darse cuenta ya era tarde. Había olvidado dibujar una sonrisa en el rostro de su padre, que sin embargo mostraba una línea recta a la altura de la boca.  Dudó unos instantes. Luego se recriminó su torpeza con un fuerte pescozón. Como no tenía un trapo a su alcance, utilizó el pantalón de su pijama. Lo humedeció en el vaso de agua, que permanecía olvidado sobre su mesita de noche, y trató de borrar aquel trazo indeseable. Logró eliminarlo, y el efecto emborronado hizo parecer que su padre tuviera un poco de barba. Le gustó el resultado y sonrió, contento. Después, sin perder un segundo, dibujó una nueva  y gran sonrisa.
Entonces escuchó el ruido de la puerta. Le dio un vuelco el corazón al pensar que, ahora que se había marchado el Chuki, su hermana entraría en su cuarto como lo haría un tren sin frenos en una estación. Se apresuró a colocar la silla contra la puerta de tal forma que a su hermana le fuera imposible abrirla. Era un truco que ella misma le había enseñado, en un momento de debilidad, y le constaba que se había arrepentido mucho de haberlo hecho.
No hizo caso a los empujones de la puerta, ni a la voz imperiosa que le ordenaba abrir inmediatamente. Se concentró en su obra; debía terminarla antes de que su madre volviera del trabajo, y sabía, por otras veces, que no pasaba mucho tiempo desde que el Chuki se marchaba hasta que ella regresaba a casa.
Solo le faltaba dibujar a su hermana, pero ya no tenía ni tiempo ni paciencia para esmerarse en pintarla con detalle. Un poco adrede, la dibujó con torpeza, con unos garabatos que no le favorecían en nada. Se rio con picardía cuando en vez de una boca sonriente, llena de dientes perfectos, perfiló una boca grande, con los dientes tan afilados como los de un tiburón. Sabía que esto le haría reír cada vez que la observara y no tuvo ninguna intención de cambiarlo, aun siendo consciente de que su atrevimiento le costaría caro.
Satisfecho por la labor realizada, se tumbó sobre la cama. No se dio cuenta de que había dejado sobre ella los rotuladores, sin el capuchón colocado, y que lentamente impregnaban el edredón de diferentes colores.
Bostezó, agotado, mientras contemplaba su obra. Luego sonrió; todos parecían felices. Todos excepto Fanny. Pero Mateo estaba seguro de que ningún pintor del mundo, por muy bueno que fuera, sería capaz de dibujarle a su hermana una gran sonrisa.
Sin embargo, él no la miraba a ella. Sus ojos se concentraban primero en su padre y luego en su madre, que estaba radiante. Intentó adivinar la cara de sorpresa que pondría al ver su dibujo. Estaba convencido de que le gustaría tanto como a él. Entonces ella le daría un beso y le mostraría una sonrisa tan grande como la que reflejaba su dibujo.
Pensó que ojalá su padre también pudiera verlo.
Luego se durmió.

6 comentarios:

  1. Excelente, Mayte. El punto de vista de un niño en contraste con el de los mayores. La historia te mete en los pensamientos del crío y cuenta con detalle todos su movimientos y pensamientos mientras el narrador sugiere esa otra historia principal y dolorosa de una familia desestructurada por la separación de los padres con dos pinceladas. Así lo vi yo. Y me encantó. El final abierto y uno se imagina lo que dirá su madre cuando llegue del trabajo, no hace falta contarlo. Qué buen relato.

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  2. Ese era mi principal reto, Manuel. La historia contada desde la perspectiva del niño hace más amena la lectura, restando impacto emocional al lector mientras lee, pero sin que pierda de vista el drama que hay de trasfondo. Muchas gracias por leerlo y comentar.

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  3. Muy bonito y con una gran profundidad. Felicidades, Mayte.

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  4. Muy chulo Mayte, es una suerte ser niño para según que cosas, lástima que no se pueda ser eternamente niños.

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    1. Tienes razón, Bea, aunque en la etapa infantil también somos terriblemente vulnerables. Gracias por pasarte. Un abrazo.

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