Lucía
sopló las velas de su tarta; dieciséis llamas danzarinas que oscilaron sobre un
rico pastel decorado con merengue rosa. Un coro de voces adolescentes, casi
infantiles, canturreó al unísono el «Cumpleaños feliz». Después vinieron los
besos, los abrazos y los montones de regalos que consiguieron mantener en el
rostro de la protagonista una enorme sonrisa.
Al
final del día, cuando Lucía organizaba los regalos en su dormitorio, su madre
llamó a la puerta. La vio entrar con una mirada extraña, un poco enrojecida.
Dejó lo que estaba haciendo y la observó. Llevaba en la mano un sobre blanco
que le extendió al aproximarse. Lo tomó y sonrió, agradecida, pensando que se
trataba de otro regalo. Habría imaginado cualquier cosa menos lo que en verdad
escondía aquel sobre.
—Es
una carta de la abuela —le dijo su madre con cierta melancolía.
Lucía
se sorprendió; su abuela padecía Alzheimer desde hacía diez años, y los últimos
dos los había pasado postrada en una silla de ruedas. Ni siquiera recordaba
haber mantenido con ella una conversación coherente. El único recuerdo que
conservaba nítido era su voz cuando de niña la llamaba «princesa».
Miró
a su madre sin comprender el sentido de aquella carta.
—La
abuela la escribió cuando eras pequeña. Me hizo prometer que no te la
entregaría hasta que cumplieras dieciséis años.
Con
íntima curiosidad, Lucía se sentó sobre la cama y abrió el sobre mientras su
madre abandonaba en silencio el dormitorio.
Encontró
dentro un par de hojas y una fotografía. El rostro de su abuela mostraba una
sonrisa tierna y una mirada serena y apacible. Besó la imagen y trajo a la
memoria las cosas que sabía sobre ella. Su madre le había contado que siempre
quiso ser maestra, pero que en su época muchas mujeres no tuvieron la oportunidad
de estudiar y se tenían que conformar con asistir unos pocos cursos a la escuela.
A los diecinueve años la empujaron a casarse con un hombre mayor que ella, al
que no amaba. Tras enviudar, joven y sin hijos, por primera vez sintió que tomaba
las riendas de su vida, así que dejó el pueblo y se marchó a la ciudad a perseguir su
sueño. Trabajó de día y estudió de noche, y al cabo de unos años logró lo
que tanto había deseado: ser maestra. Poco más tarde, comenzó a trabajar en un
colegio, donde, cerca ya de la cuarentena, conocería al gran amor de su vida.
Lucía
sintió tanta intriga por el contenido de aquella misiva que no se demoró ni un
instante más. Desplegó las hojas y encontró una letra bonita y esbelta, escrita
con bolígrafo azul.
Entonces
comenzó a leer.
Mi pequeña Lucía:
Hace tiempo que me lleva
rondando la idea de escribirte una carta. En estos momentos no eres más que una
niña risueña y espabilada que llena de alegría mis días, pero pronto serás una
mujer, y quiero dedicarte unas palabras antes de que mi memoria se sumerja sin
remedio en esta enfermedad que aqueja a los viejos como yo, que nos roba los
recuerdos de forma cruel e implacable y nos despoja de la oportunidad de morir
lúcidos y arropados por las imágenes felices del pasado.
Poca cosa hay que un joven
pueda aprovechar de un viejo, pues es bien sabido que los jóvenes no aprenden
de la experiencia de sus mayores. Es algo natural; de otra forma la juventud no
sería tal, y envejecer no tendría el único premio de consolación que, a estas
alturas, nos ofrece la vida en última instancia: la sabiduría.
Cuando tenía tu edad, mis
anhelos no eran diferentes a los tuyos. La esencia de las personas no cambia
tanto a lo largo del tiempo, cambian las circunstancias, los contextos, pero,
en el fondo, la raíz de las penas y las
alegrías sigue siendo la misma. Mi vida no ha sido fácil. Tampoco lo fue para el
resto de mujeres de mi generación. Sin embargo, muchos han sido los logros,
muchas las metas alcanzadas. Ahora es tu turno, Lucía; vuestro turno de sembrar
futuro. No tengas miedo, no son necesarias grandes hazañas ni ilustres heroicidades, simplemente afila bien tu sentido de la igualdad y de la justicia.
Habrá momentos en los que te
acordarás de mis palabras. Y aunque son muchas las cosas que han cambiado, aún
no se vislumbra el final del recorrido. No encontrarás los mismos obstáculos
que yo; serán otros diferentes, puede que más altos y más difíciles de
derribar. Pensarás que exagero y que ya empiezo a chochear. Pero créeme cuando
te digo que la sociedad se ha vuelto tirana con las mujeres; demasiado
exigente, como si fuera el precio que debemos pagar por nuestras pretensiones
de una sociedad igualitaria.
Tendrás la suerte de poder
manejar tu vida, de resolver qué hacer con ella y hacia dónde virar el timón de
tu destino. Podrás ser lo que tú quieras ser en todos los aspectos de la vida.
No consientas que la carga hunda tus pies en el lodo, no te sientas culpable si
alguna vez piensas que pesa demasiado, que no puedes cumplir con todo. Ese será
el mal de tu tiempo. Otras desigualdades se irán subsanando con el paso de los
años, pero ese mal irá creciendo, reclamando cada vez mayores demandas a las
mujeres.
No olvides que en cada pilar
que sostiene el mundo que te rodea se encuentra una mujer. Mujeres fuertes y
valientes que lucharon para que tú pudieras albergar en tu interior el más
preciado tesoro: la oportunidad de decidir.
Vive una vida plena,
consciente de tus actos, sé libre de pensamiento y, sobre todo, trata de ser
feliz.
Me despido ya de ti, princesa.
No te sientas triste, pues mi vida ha sido dichosa, y, a pesar de las sombras,
ha estado llena de luz.
Ahora ve a ver a tu madre,
sé que estará afligida. Consuela su pena con alguna palabra de cariño y leed
juntas esta carta. Después, dedicadme una sonrisa.
Os quiere.
La abuela.
Lucía respiró
hondo, salió del dormitorio y bajó las escaleras. Encontró a su madre al lado
de la abuela, cuya conciencia permanecía recluida en algún lugar inexpugnable. Se
acercó a ellas y besó con cariño la mejilla de la anciana.
—Gracias, abuela
—le dijo al oído—. Es el mejor regalo del mundo.
tiene lo mejor q puede tener un relato así, emotividad. tremenda realidad la d las personas con alzeimer. saludos. (http://alejandrovargassanchez.blogspot.com)
ResponderEliminarEs cierto, Alejandro, es una enfermedad tremenda y que hay que tratar de prevenir en la medida de lo posible. Gracias por pasarte y comentar. Un abrazo.
EliminarQué enfermedad tan horrible y qué relato tan bueno. Es tierno y emociona porque la mayor parte de la gente ha conocido esa enfermedad. Ojalá hubiéramos recibido una carta así, tan sabia, de la abuela o abuelo. Ella tiene razón, las cosas han cambiado para bien aun cuando hoy la juventud sufra el paro y la falta de perspectivas razonables. Precioso relato. Enhorabuena. Besos.
ResponderEliminarY cada vez más gente convivirá con un familiar aquejado de esta enfermedad, Manuel. Será uno de los males de nuestro siglo porque cada vez somos más longevos. Gracias por tus palabras. Un abrazo.
EliminarBello relato. Sí, es una enfermedad cruel. Y no perdona.
ResponderEliminarGracias por pasarte, Olga. Besos.
EliminarPrecioso relato, Mayte.
ResponderEliminarGracias, Carmen. Un abrazo.
EliminarMe gusta Mayte, las relaciones abuela-nieta pueden ser fantásticas, hay una complicidad que no se da siempre entre madres e hijas. Lástima de enfermedad, a mi me robo a mi abuela. Ojalá me hubiera escrito algo.
ResponderEliminarEs cierto Bea. Y sería precioso recibir una carta así de nuestros abuelos. Sobre todo para hacernos recordar quiénes eran y que lo mantuviéramos en la memoria en los momentos más duros de esta enfermedad que tanto nos desconcierta.
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