lunes, 1 de diciembre de 2014

Yo: un árbol


Soy un roble centenario, tan viejo que no recuerdo mis primeros brotes. Entre los pliegues de mi tronco se adivina lo larga que ha sido mi existencia. Por mis hojas se han deslizado, a millones, las gotas frescas de la lluvia.
Nací en un tiempo que ya no sois capaces de imaginar, donde vuestras mayores comodidades ni siquiera eran el proyecto en la cabeza de un loco. Nada de lo que conocéis ahora era dado entonces a los habitantes de mis primeros años.

Mis raíces se enterraban bajo la hojarasca mucho antes de que vuestros padres abrieran los ojos al mundo, y los padres de vuestros padres...
Yo ya estaba aquí, disfrutando de la maravillosa aventura que es la vida. 
Os he visto mudar la piel tantas veces  que a menudo el tiempo me confunde.
  
Mi vida no ha sido solitaria, pues desde el comienzo aprendí a compartir mi espacio natural con abedules de troncos plateados, elegantes castaños  y esbeltas hayas que me hacían compañía. Convivimos en armonía disfrutando de nuestros ritmos vitales; adormeciéndonos durante el invierno, soltando juntos nuestras hojas y resurgiendo con feroz vivacidad durante la primavera.
La primavera..., ese momento maravilloso. Despertamos de nuestro sueño y comenzamos un nuevo ciclo.

Ahora vivo rodeado de nuevos brotes a los que nunca había visto antes, que crecen hacia el cielo a una velocidad sorprendente. Los llaman "eucaliptos" aunque para mí solo son los "larguiruchos", y son diferentes; nunca duermen, nunca reposan, sus hojas permanecen aferradas tercamente a sus ramas y beben tanta agua que casi no me dejan nada.

En cuanto a vosotros...; seres extraños... A veces os acercáis demasiado con artefactos amenazadores y alteráis la tranquilidad de mi descanso con sonidos infernales. 
Venís, aniquiláis a los larguiruchos y os los lleváis.

Cuando esto ocurre, me pongo nervioso.
Pero, por suerte, nunca os habéis fijado en mí.

Hace unos años, apenas un suspiro en mi larga vida, unos humanos vinieron a ver un campo aledaño que suelo acariciar con las ramas. Una mujer se colocó junto a mí y me miró como ningún humano me había mirado antes; con detenimiento, con desacostumbrado entusiasmo. La cobijé durante un instante con mis ramas mientras ella admiraba lo imponente que era mi tronco, lo sano y vigoroso que me mantenía pese a la edad. 
Poco después, los humanos construyeron su refugio a mi lado y trajeron con ellos a un cachorro. Entonces, comenzaron a cuidarme; arrancaban las asfixiantes hiedras que se me enroscaban al tronco, podaban mis ramas secas y se reunían al refugio de mi sombra.
Un día la mujer me trajo un regalo, era un carillón de viento que colgó de una de mis ramas más bajas. Qué grande fue mi sorpresa al escuchar aquella hermosa melodía, qué regocijo mientras bailaba y sonaba al son de mi envergadura. Desde entonces, cuando sopla el viento del nordeste que refresca mi ramaje, me deleito con su sonido. A veces ella me acompaña, y entonces los dos escuchamos en silencio.

Fue entonces  cuando comprendí que no todos sois iguales.

Esta mañana habéis vuelto con vuestra maquinaria diabólica. Pobres larguiruchos, pensé. Alguna vez me he regocijado cuando os los llevabais; son tan numerosos que asedian mi espacio vital impunemente, empujándome el tronco  hasta lograr que mi porte erecto se encorve en un ángulo humillante. Pero, en el fondo, siempre he sentido lástima. 

Pero esta vez no veníais a por ellos.

Veníais a por mí.

Apenas fui consciente de lo que pasaba. En un instante, aquel hombre hundió el artefacto en la base de mi tronco. Quise gritar de pavor, agitar las ramas con desesperación para que alguien pudiera socorrerme. Pero no tuve tiempo. Mi tronco comenzó a inclinarse y a inclinarse, hasta que caí indefenso sobre el terreno.
Entonces la vi, la mujer corría hacia mí con el rostro desencajado. 
Nunca habría imaginado que tuviera una voz tan potente.

Aunque ya era demasiado tarde.

-¡¿Qué hacéis?! -gritó, desesperada-. ¡El árbol es mío! ¡Es mío!
-Es mío -dijo un anciano-. Y necesito su madera.
-¡No! -volvió a gritar ella, sin dar crédito a lo que había ocurrido.

Ojalá hubiera podido hablar, aunque me costara mi último aliento. Le hubiera dicho al anciano que le pertenezco a ella, por las veces que rio y lloró a la vera de mi tronco, por haber imaginado decenas de historias bajo mi sombra, por haberme cuidado como nadie lo hizo, porque, cuando estábamos juntos, a ella le brotaban ramas y a mí me nacían brazos. 

Mientras agonizo en el suelo la veo acercarse con los ojos bañados en lágrimas. 
Puedo leer sus pensamientos; se lamenta por no haber llegado a tiempo.
Me gustaría decirle que no es culpa suya, que todo se termina, incluso una existencia larga como la mía.
Vuelvo a la tierra, ignoro de qué modo ni en qué forma, pero sé que volveré a ser parte del ciclo de la vida, la misma que se renueva con cada comienzo, la que jamás se extingue, tan solo se transforma.






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