martes, 17 de diciembre de 2019

Escribir novela histórica




Mientras escribía mi última novela me di cuenta de lo que me fascina bucear en el pasado y descubrir, fuera de los grandes acontecimientos, pequeñas  historias que no están en los libros. Fue tanta la devoción con la que me sumergí en un determinado período que lo que descubrí me dio pie a una nueva novela.

Hay personas que necesitan indagar en las propias raíces para comprender la clase de sociedad que somos hoy en día, tal vez la clase de seres humanos que somos. La novela histórica, en su sentido ancestral, nos muestra que, en realidad, no hemos cambiado nada en los últimos dos mil años, y para corroborar esto no hay más que leerse un rato la Biblia y ver que las preocupaciones de aquella gente eran las mismas que las nuestras.

Mi hijo Enol podría estar rebatiéndome este punto, o al menos intentarlo, desde hoy hasta el verano que viene, y tratar de explicarme la diferencia entre él y, por ejemplo, el joven Moisés.
Vale que Enol nunca ha hecho un viaje por el Nilo en una cesta embadurnada de brea, ni se ha enfrentado a la ira de un faraón egipcio, pero si dejamos estas pequeñeces a un lado, la mente de los dos podría estar habitada por los mismos pensamientos:  el sentimiento de pertenencia a un grupo social o específico, el bienestar personal en cuanto a tener cubiertas las necesidades básicas, y cierto instinto innato que nos empuja a prosperar.
Nos quitan la electricidad y nos quedamos todos en pelotas, tan indefensos como hace dos mil años.

Una de las cosas que me inquietan sobre escribir del pasado es la posibilidad de alterar los hechos con mi visión personal de la Historia. No niego que me habría gustado que las mujeres que salen en mi novela, desarrollada en 1918, fueran más liberales e independientes, pero, salvo excepciones, el modelo a seguir era el que era, y eso no se puede cambiar. Si se hace, uno corre el riesgo de caer en la propaganda, porque los sucesos históricos que rodean una trama son absorbidos por el subconsciente de los lectores de una forma capciosa.

Lo más complicado para mí, y tal vez lo más importante, fue adoptar el alma emocional de un personaje que vivió en esa época, y para eso fue necesario tiempo de estudio y reflexión. Cuando lo interioricé, entonces pude empezar a escribir.

Creo que es más fácil escribir una historia desarrollada hace cuatrocientos años que hace cincuenta o cien. Cuanto más alejado está el periodo del presente, menos fuentes tenemos para indagar y más licencias se tomará el autor, no me cabe duda.

Miro a los soldados de la imagen que abre esta entrada. Están posando para un fotógrafo al inicio de la Guerra de Independencia de Cuba en 1895. Hay uno que no parece tener más de dieciséis años. España envió a más de doscientos mil jóvenes (los que no pudieron pagarse la redención en forma de 1.500 o 2.000 pesetas).
La mayoría de las muertes las causaron las enfermedades y no los machetes de los mambises. Y los que volvieron a casa tras la derrota en la Guerra hispano-estadounidense, flacos como indigentes, fueron confinados al olvido.
Bueno, todos menos Eloy Gonzalo alias «Cascorro». A ese hasta le hicieron una estatua. Así que, si pasáis por el Rastro de Madrid y la veis, miradlo un poquito y acordaos de todos esos jóvenes a los que el gobierno ignoró a su regreso, después de haber sido enviados contra su voluntad a una guerra, en una isla tropical de la que apenas sabían nada.

Desde el punto de vista de un autor, tenemos una historia fascinante, con sus luces y sus sombras, poco explotada en mi opinión literariamente, (salvo la Guerra Civil).  Tendemos a focalizar nuestro interés en la historia anglosajona, tal vez porque ellos con su literatura y sus películas se han encargado de hacer que parezca la más importante. Pero ni es la más importante ni la más épica, pero sí la han sabido exportar mejor que nosotros. 

No sé que habría sido de La sombra del viento si Carlos Ruiz Zafón hubiera llamado a su personaje estrella Fermin Rosemary of Towers.

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